MACONDO, Colombia.- Perdido “en el sopor de la ciénaga”, el río de aguas diáfanas donde acamparon José Arcadio Buendía y los suyos para fundar Macondo en Cien años de soledad, corre despacio junto a la ranchería de 57 casas que nunca dejaron de ser un “lugar ardiente cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor”.
Aquí se llega por caminos de terracería entre plantaciones de plátanos de las que nadie puede arrancar un banano porque es hombre muerto, advierte José Camargo, que con gentileza me trajo en su taxi a estos lugares de hoyos, lodo, mosquitos y guardias armados –ilegales–, donde nos espera Vilma Arenilla, lideresa social de Macondo.
Caminamos por el barro para entrar al caserío que ella llama “casco urbano”, en el que no hay un parque, ni una cancha, ni una banca bajo algún árbol, ni un puesto de salud ni tampoco agua potable.
“Tomamos agua del pozo de 100 metros que dejó la compañía bananera”, dice Vilma y apunta hacia lo alto donde hay un estanque centenario que almacena el agua del pozo para que beban adultos y algunos niños que a esta hora juegan descalzos una cascarita en la calle de tierra.
Las casas de Macondo, ubicado a poco más de media hora de Aracataca, en realidad son las viejas construcciones del campamento de la United Fruit Company.
Todavía está el cascarón de lo que fue el comisariato, donde los trabajadores de la finca canjeaban por comida los vales que les daban por salario.
“Eran productos importados”, dice Vilma –en coincidencia con la versión de Gabriel García Márquez–, “por la razón de que los barcos que llevaban el banano a Virginia no regresaran vacíos”.
Vilma, madre de tres hijos y esposa de un trabajador de la plantación de banano, tiene el ímpetu invencible de José Arcadio Buendía, con la diferencia de que “yo nací aquí, y lo digo con mucho orgullo”.
-¿En serio? –le pregunto con respeto y asombro–.
“Sí, estoy orgullosa de haber nacido en Macondo, amo a mi tierra y tengo un sueño aquíííí”, dice mientras se lleva ambos índices a la cabeza y cierra los ojos.
Muchos años atrás, en las primeras noches de instalado el campamento, José Arcadio Buendía –en la novela– soñó que “en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”.
El sueño de Vilma es “ver a Macondo reconocido porque fue elegido por Gabo para darle el nombre a su pueblo mítico. Un proyecto en el que venga gente a conocer nuestra historia, lo que sucedió en la Guerra de los Mil Días, de los campesinos contra el gobierno que defendía a la United Fruit, que no les pagaba con dinero y los trataba como animales de carga”.
Desde el patio de las casas se oyen voces de gente que no se mueve de su hamaca: “Vilma, ¿cuándo habrá solución de mi tema?”… " Vilma, ya está encaminado el asunto…”.
-Aquí voy con un periodista mexicano –les dice ella–. Va a escribir sobre nosotros.
Como de ultratumba sale de una hamaca la voz rasposa de un hombre viejo:
-Dile que mande una esquirla (algo) de lo que dejó García Márquez en México.
-¿De qué viven, Vilma?
-Del banano. Todos vivimos del banano. Igual que siempre.
Cuando se fue la compañía bananera, en 1960, “el gobierno entregó la tierra a los campesinos. Fuimos parceleros, pequeños propietarios. Mi padre tenía su parcela”.
-¿Y? ¿Qué pasó?
-Cuando se vino la hambruna no hubo apoyos, y casi todas las tierras fueron compradas por empresas que ahora son dueñas de las grandes plantaciones y nosotros trabajamos en las fincas –responde–.
De aquí fueron los muertos que cayeron en la matanza en 1928, contada por García Márquez en Cien años de soledad:
“Señoras y señores –dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada–, tienen cinco minutos para retirarse.
“La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
“-Han pasado cinco minutos –dijo el capitán en el mismo tono–. Un minuto más y se hará fuego…
“Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz”.
“-¡Cabrones! Les regalamos el minuto que falta”.
La versión de García Márquez es coincidente con lo expresado en aquel entonces por el representante (diputado) Jorge Eliecer Gaitán, en un discurso en el Congreso de Colombia, recordado casi íntegro por Jacobo Pérez Escobar, nacido el mismo año que “Gabito”, como le dicen de cariño en su pueblo y en todo el departamento de Magdalena.
“Los heridos son rematados con la bayoneta. Ni el llanto, ni la imploración, ni el correr de la sangre conmueve a estas hienas humanas. Bayoneta para los moribundos. Despiadado horror. No sé por qué la Divina Providencia no abrió la tierra bajo las plantas de estos monstruos para tragárselos vivos… Los muertos son luego transportados en camiones para arrojarlos al mar y otros son enterrados en fosas previamente abiertas. Pero digo mal, se entierra no sólo a los muertos, se entierra también a los vivos que estaban heridos”.
Gaitán fue asesinado en abril de 1948, cuando se enfilaba para ser candidato a la Presidencia de Colombia por el Partido Liberal. Fue “el Bogotazo”. “La gente había tomado las calles, saqueaba tiendas y quemaba edificios. Yo me uní a ellos”, cuenta García Márquez en una entrevista en que pone a ese suceso como uno de los dos que lo hicieron encontrar el vínculo entre la literatura y la vida. De ahí se fue a Cartagena, para empezar como periodista.
El otro fue cuando acompañó a su madre, Santiaga Márquez, a vender la casa de Aracataca. Ahí vio desde el tren el nombre de Macondo en medio de la ciénaga.
“Macondo existe, es tan real como tú y como yo. Un Macondo necesitado, olvidado, pero aquí estás”, me dice Vilma, antes de enseñar con orgullo una conquista personal suya y que es el único edificio público del caserío: una escuela de cemento pintada de azul.
-¿Por qué azul? –pregunté con fingida ignorancia–.
-La escuela se hizo con aportaciones privadas, y la única condición que pusieron es que se pintara de azul.
Azul es el color del Partido Conservador, y José Arcadio Buendía, fundador de Macondo, jamás aceptó que se pintaran las casas de ese color, como había sido la orden de la autoridad representada por su enemigo y luego consuegro, don Apolinar Moscote.
Hay que salir de Macondo porque cae la noche y es “zona caliente”, nos dicen, en alusión a que hay algo de guerrilla y paramilitares, “dedicados a la misma vaina”: robar, asaltar y traficar drogas.
Muchos años atrás, en la casa de un amigo común en la Ciudad de México, le pregunté a García Márquez si era verdad que las FARC estaban coludidas con el narcotráfico.
-No están coludidas. Las FARC son el narcotráfico –contestó en su estilo tajante–.
Vámonos.