Dulce María Sauri, Pedro Joaquín Coldwell y Enrique Ochoa son los guerreros que se niegan a rendir la plaza y dan la batalla legal por evitar la reelección de Alejandro Moreno al frente del PRI este domingo.
De consumarse, se cerrarán para siempre las puertas de un partido emblemático del siglo XX mexicano.
Las cerrarán por dentro para que no entre nadie, y sus actuales dirigentes y cuadros incondicionales morirán solos, abrazados a las prerrogativas mientras la marca PRI coseche los últimos votos de su existencia.
Como ha sucedido con los partidos comunistas en países de la ex Unión Soviética, el PRI seguirá el curso de la extinción paulatina, aunque sus votos en el Congreso todavía importan.
Si pierden esta batalla los tres ex dirigentes nacionales priistas, Sauri, Pedro Joaquín y Ochoa, que han intentado las vías partidistas y judiciales para evitar la reelección, el PRI cerrará sus puertas por dentro. Podrán salir, pero no entra nadie.
La extinción del PRI será como la de Rebeca, que a la muerte de su esposo José Arcadio Buendía, en Cien años de soledad, se encerró para siempre, nunca recibió a nadie, hasta que muchos años después la encontraron muerta, “decrépita, con tiña y chupándose el pulgar”.
Entre los actuales, y por lo visto eternos dirigentes de ese partido, se habla de cambiarle el nombre y darle sentido a su existencia como agrupación política.
¿Qué es ahora el PRI?
Nada. Fue. Fue mucho, bueno y malo. Pero ahora no tiene razón de ser.
La idea de cambiarle el nombre y transformarlo en un nuevo partido, capaz de entusiasmar a algún segmento de la sociedad, se ve poco viable si lo hacen con los mismos que ahora están.
El cambio demandaría definiciones profundas en una sociedad en la que el centro político resulta cada vez menos atractivo.
Tendría que abrirse, pero hasta ahora lo único notablemente exitoso que ha hecho la dirigencia priista ha sido encerrarse, excluir, expulsar.
No hay manera de que ciudadanos con vocación de servicio y de poder concluyan que el PRI es un buen lugar para hacer carrera.
En los tres años que empiezan a correr a partir del 1 de septiembre los votos del PRI en el Congreso serán importantes, aunque no se sabe si va a mantenerse en la oposición o será un nuevo satélite de Morena.
Con la reelección de Alito vienen nuevos desprendimientos, y por lo visto el talento que aún queda en el PRI encontrará su cauce hasta desembocar en Movimiento Ciudadano.
O en el partido de inspiración democrática y con aliento social que se gesta con Guadalupe Acosta Naranjo a la cabeza.
La perseverancia aislacionista y excluyente de los dirigentes priistas no va a sumar a nadie. Del edificio de Insurgentes Norte no salen convocatorias a la unidad, sino insultos al por mayor.
Qué falta de respeto maltratar a una persona de la trayectoria de Dulce María Sauri, por pedir que se respeten los estatutos de su partido.
Con una buena dosis de cobardía, la culpan de la derrota en las presidenciales del 2000, como si la responsabilidad fuese suya y no el fruto del Fobaproa, que rescató bancos y no a los ciudadanos que debían a la banca. Perdieron casas, automóviles, muebles, ahorros.
Sauri no entregó la procuración de justicia a fabricantes de pruebas, compradores de falsos testimonios, empleadores de brujas para resolver los más importantes temas político-criminales del país.
Pedro Joaquín Coldwell ha sido calumniado por el presidente de la República y por el actual presidente del PRI. A dúo.
El quintanarroense ha dado buenos resultados en todos los cargos públicos que ha ocupado, sin fallar en ninguno. Y su nombre ha salido limpio siempre.
Con amigos en la izquierda –cuando la había– y en el PAN, Pedro Joaquín fue uno de los pocos políticos priistas que el gran Carlos Castillo Peraza respetó hasta su muerte.
Enrique Ochoa, otro insultado por el grupo que se apoderó del PRI, tuvo un paso breve por la dirigencia nacional, por lo que sus medallas están en otro lado. Pero son indiscutibles.
Ochoa fue el arquitecto de las reformas petrolera y eléctrica del sexenio anterior. Su capacidad técnica no la tiene nadie en el actual gabinete.
Y cuando el PRI perdió la Presidencia en 2018, Enrique Ochoa como diputado federal fue de los pocos priistas con sentido del honor para batirse en la tribuna de San Lázaro en defensa de lo que se había construido.
Otros priistas, tal vez por miedo o quizá por oportunismo, votaron junto a Morena o permitieron sin chistar la destrucción de la parte buena del legado de Peña Nieto: las reformas.
Los jefes del PRI que el domingo cerrarán por dentro las puertas de ese partido estarán felices de prescindir de Ochoa. Y de Dulce Sauri, de Pedro Joaquín, como en su momento se regocijaron por la salida del doctor José Narro y de Claudia Ruiz Massieu.
O cuando mandaron al ostracismo a René Juárez Cisneros, que en el último chat que conservo con él, me escribió: “No seré candidato a nada. Mi partido ya no me necesita”.
Sauri, Pedro Joaquín y Enrique Ochoa podrán decir que dieron la batalla hasta el final, y nada más.
A partir del lunes ese ya no será su partido.
Tampoco el de otros que aún están ahí, y se nieguen a morir como satélites de Morena.