Quién no ha escuchado historias sobre personas adultas mayores a quienes los ahorros de toda su vida apenas les alcanzan para sobrevivir; o que necesitan del apoyo económico de sus familiares, cuando todavía los tienen cerca; o que, aun con enfermedades, tienen que trabajar hasta edades avanzadas para solventar los costos de sus problemas de salud.
Dado que México es un país joven —sólo 7.25 por ciento de su población se encuentra en edad avanzada, a diferencia del 20 por ciento de la población en la Unión Europea—, podría parecer que el debate sobre los derechos en la vejez no es todavía una prioridad. En términos generales, lamentablemente, no ha sido a la fecha un tema central en los espacios de discusión política.
En esta columna, sin embargo, me gustaría presentar algunos de los problemas que enfrentan las personas adultas mayores y sobre los cuales es necesario discutir para garantizar una vejez digna para todas las personas.
Analicemos primero el problema de las pensiones. Los trabajadores del sector formal, a lo largo de su vida laboral, abonan quincena tras quincena, o mes tras mes, para su pensión. El ahorro que generan las también llamadas pensiones contributivas es pequeño, tanto así que, al momento de su retiro, la mayoría de los trabajadores formales recibirán poco más de 5 mil pesos mensuales. El ingreso que reciben los trabajadores retirados con respecto a su último ingreso llega apenas a 65 por ciento de lo que recibían antes de jubilarse.
A las pensiones contributivas habría que sumar las pensiones no contributivas; es decir, las que el gobierno otorga a los ciudadanos sin que haya habido una contraprestación de por medio, un monto que no se establece en función del ingreso de las personas. Desde 2019 tenemos en México la Pensión para el Bienestar, un programa social universal que se elevó a rango constitucional y en el que se invierten cuatro de cada 100 pesos del Presupuesto. Actualmente las personas mayores de 65 años reciben 4 mil 800 pesos cada dos meses, o lo que es lo mismo 2 mil 400 pesos al mes.
Este programa ha contribuido a que la pobreza entre las personas adultas mayores haya caído de 43 por ciento a 38 por ciento entre 2018 y 2020. A pesar de este avance digno de reconocerse, el reto sigue siendo mayúsculo. Al sumar el monto de una pensión contributiva promedio y el de la pensión no contributiva, podríamos calcular que una persona adulta pensionada recibe actualmente 7 mil 400 pesos mensuales. Esta cifra es inferior a la que necesita, por ejemplo, un hogar de dos personas para estar arriba de la línea de pobreza urbana. Peor aún, quienes no hayan ahorrado por su cuenta o quienes hayan trabajado solo en el sector informal y disponen solo de la Pensión para el Bienestar, necesitarían por lo menos otros 2 mil pesos más para no caer en una situación de pobreza.
Por lo poco que reciben al llegar a su edad de retiro, muchos adultos mayores optan por seguir trabajando: una de cada tres personas en el país lo sigue haciendo después de cumplir 60 años. El problema es que muchas veces lo hacen en condiciones de precariedad. Sus salarios son menores con respecto a los del resto de la población: 45 por ciento gana hasta un salario mínimo, contra 30 por ciento del resto de la población; además, siete de cada 10 trabajan en la informalidad, más de 10 puntos porcentuales que el resto de la población. Por si no fuera suficiente, muchos de estos empleos no les dan acceso a prestaciones laborales básicas, como es el caso de las personas mayores que trabajan en los supermercados empacando productos. Es claro que el mercado laboral no es el mismo para las personas a partir de cierta edad.
Los bajos ingresos y la prevalencia de la informalidad en los empleos para los adultos mayores implica un menor acceso a servicios de salud, tanto públicos como privados. De hecho, casi el 10 por ciento de los adultos mayores no se encuentran afiliados a instituciones de salud pública ni cuentan con seguros médicos privados. Los adultos mayores no sólo no reciben un ingreso suficiente que los obliga a trabajar, cuando hacerlo o no debería ser una decisión; tampoco tienen un sistema que los respalde.
Este es un debate que debemos de dar como sociedad: ¿estamos haciendo lo suficiente para cuidar de quienes nos cuidaron cuando fuimos niños?, ¿los gobiernos están diseñando políticas de movilidad y acceso al espacio público acordes a las necesidades de la tercera edad?, ¿quién vela porque se garanticen sus derechos?, ¿por su salud mental?, ¿por su esparcimiento y justo descanso?
Esta es una discusión que se necesita volver un tema central para quienes luchamos por una sociedad más justa. Es momento de construir las condiciones para que ninguna abuela o abuelo se quede solo en nuestra sociedad.