¿Qué pasa si un día la broma de “la máquina me va a reemplazar” deja de ser chiste y se convierte en una posibilidad real, sobre todo para quienes tienen trabajos más repetitivos y mal remunerados?
¿Qué ocurre si la carrera que estoy estudiando pierde pertinencia porque gran parte de esas tareas ya puede realizarlas una inteligencia artificial? ¿Cómo valoran las y los docentes el esfuerzo de sus estudiantes cuando un trabajo puede ser redactado por chatGPT en segundos? ¿Y qué implica para la vida cotidiana que decisiones tan importantes -como acceder a un empleo, un crédito o una oportunidad- las tome un algoritmo que nadie puede ver ni cuestionar? hoy, estas preguntas que hasta hace poco parecían ciencia ficción, nos acompañan a todas y todos… a trabajadores, estudiantes y profesores en toda la región.
¿Cómo las respondemos?
Vamos por partes: la historia de la tecnología no es solo la historia del progreso, también es la historia de cómo ese progreso se reparte.
A finales del siglo XVIII, la Revolución Industrial cambió para siempre la forma de producir y trabajar. El mundo se llenó de fábricas, trenes, máquinas y fortunas, pero también de desigualdad. Mientras unos acumulaban riquezas obscenas, otros vivían jornadas eternas, sin derechos ni descanso. Y no fue hasta muchas décadas después que la clase trabajadora logró convertir parte de esos avances en bienestar.
Y ahora que la historia vuelve a acelerarse, la pregunta es si aprendimos algo: ante la irrupción de la inteligencia artificial (IA) -la más grande de las revoluciones tecnológicas en la historia- ¿estamos construyendo un futuro más justo o solo digitalizando la desigualdad?
Hace unos días, moderé un panel en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, convocado por la OCDE, titulado “Redefiniendo el futuro laboral: la IA como catalizador de empleos y calidad de vida”. Participaron voces del gobierno, de la academia y de la sociedad civil. Y aunque había distintos enfoques, hubo una coincidencia clara: si no actuamos con visión de futuro, la IA podría convertirse en la nueva fábrica de precariedad del siglo XXI.
La primera gran brecha es económica. En 2023, Estados Unidos invirtió más de 76 mil millones de dólares en inteligencia artificial. En toda América Latina, apenas 2 mil 600 millones. El Índice Latinoamericano de IA (ILIA), elaborado por la CEPAL y CENIA, muestra una región fragmentada: Chile, Brasil y Uruguay como pioneros; México como adoptante con avances parciales; y muchos otros países aún atrapados en desafíos de conectividad básica.
A esto se suma un elemento que lamentablemente define a nuestra región: la informalidad laboral, que supera el 50% en varios países. Es difícil conversar sobre el futuro del trabajo cuando la mitad de las personas trabajadoras no cuentan con derechos garantizados hoy. Y mientras tanto, millones de personas resienten la omnipresencia de la IA en su día a día: repartidores cuya aplicación cambia las tarifas mientras duermen, trabajadores remotos evaluados por algoritmos que miden cada clic, personas que descubren que su currículum fue descartado por un filtro automático antes de llegar a manos humanas o en el miedo de no saber si las tareas que uno domina seguirán existiendo dentro de unos años.
Tomemos un dato del Generative AI and Jobs de la OIT: la mayoría de los empleos no desaparecerá, pero sí verán modificadas muchas de sus tareas. Y esa modificación no será neutral: los trabajos administrativos -ocupados mayoritariamente por mujeres en América Latina- están entre los más expuestos a la automatización. ¿Queremos una transición tecnológica que profundice las brechas de género?
Otro punto crucial es la educación. Según la UNESCO, para 2030, la mitad de las habilidades actuales quedarán obsoletas. Y sin embargo, menos del 20% de las universidades en América Latina enseña ética algorítmica o gobernanza de datos.
No basta con formar operadores de tecnología. Necesitamos formar personas que sean capaces de pensar críticamente, entender el impacto social de las herramientas digitales y decidir límites éticos. Como dijo en el panel la rectora de la Universidad Autónoma de Quintana Roo, Natalia Fiorentini, citando a Kant: el ser humano nunca debe ser tratado como un medio, sino siempre como un fin. Ese principio hoy es más urgente que nunca.
Las reglas del juego también deben cambiar. Nuestros sistemas de seguridad social fueron diseñados para un modelo de empleo estable, jerárquico y presencial. Ese mundo está desapareciendo.
Necesitamos esquemas de protección social que sean portables, universales y adaptables. Porque la IA no solo está transformando las tareas, también está poniendo en cuestión cómo financiamos el acceso a la salud, las pensiones, el cuidado y otros derechos.
En México ya existen ejemplos de cómo usar la IA a favor de la justicia social: el IMSS, con sus modelos de riesgo para detectar evasión y anomalías en el cumplimiento de obligaciones patronales y la Secretaría del Trabajo, con su sistema SIDIL para identificar incumplimientos laborales, representan avances importantes.
Finalmente, está la pregunta que engloba todas las demás: ¿cómo construimos un modelo de protección social que acompañe esta transición? Porque los sistemas actuales fueron diseñados para un mundo de empleo estable, jerárquico y presencial y, nos guste o no, ese mundo está desapareciendo. Es menester entonces crear mecanismos portables, universales y adaptativos, porque la IA no solo cambiará el trabajo, también cambiará el cómo financiamos la salud, las pensiones y los cuidados.
Está entonces en nuestras manos que la IA se convierta en un motor que acelere la inclusión, la formalización y la dignidad laboral y no en una fábrica moderna donde la productividad avance mucho más rápido que los derechos.
Y para lograrlo tenemos que seguir proponiendo rutas y encontrando alianzas: solo si actuamos ahora lograremos evitar que la historia se repita. Porque, como en todas las grandes transformaciones, el futuro no está escrito ni es una cuestión preestablecida, pero necesita ser construido y delineado por las acciones y decisiones colectivas de los pueblos.