PRIMERA. “Constelación de inconstitucionalidades” (Córdova, dixit) o “bloques de inconstitucionalidad” (Monreal, dixit), lo cierto es que muchas voces expertas como las suyas han advertido las múltiples contradicciones entre las reformas aprobadas por el Congreso de la Unión en materia electoral y la Constitución mexicana vigente.
Hasta ahora se trata de estudios políticos o académicos y no de valoraciones jurisdiccionales, pero –una vez que se publique el decreto de reforma– todo indica que tocará escuchar la voz de los órganos judiciales. Y, si los primeros tienen razón –como estoy convencido que la tienen– asistiremos a un escenario de tensión entre poderes inusitado y de pronóstico reservado.
Es verdad que el balón todavía está en la cancha del Poder Ejecutivo y que su titular aún podría decidir no promulgar el decreto de reformas, pero es difícil apostar por esa solución sensata. Hasta ahora, el presidente de la República ha mostrado una obcecación tan difícil de comprender como consistente sobre el tema.
Pero, como en política suele existir margen para reconsiderar, no podemos descartar que el presidente recapacite y acepte que esta fue una mala idea. Si eso sucede no será necesario tocar la puerta de la justicia constitucional.
SEGUNDA. La incertidumbre en los tiempos ha marcado el derrotero de las protestas. La nutrida manifestación de noviembre de 2022 en contra de la propuesta anunciada de una reforma constitucional logró descarrilarla porque quizá incidió en los ánimos de la presidencia del país y de los grupos parlamentarios de su mayoría legislativa, pero sobre todo de las fuerzas opositoras. Y lo hizo en tiempos legislativos.
En cambio, la masiva concentración ciudadana del mes de febrero de 2023 tuvo lugar cuando la reforma legal –el lamentable plan B– ya había sido aprobada. Así que sus destinatarios fueron el Poder Ejecutivo –que puede promulgar y publicar el decreto de reformas– y del Poder Judicial Federal que conocería las impugnaciones contra el mismo. El dato requiere algún matiz.
Ante el Poder Ejecutivo –que es un poder netamente político– la movilización constituye un acto de presión y exigencia basada en la lógica de la democracia y la rendición de cuentas. El presidente fue electo y juró gobernar cumpliendo y haciendo cumplir la Constitución. Si no lo hace tenemos el derecho –incluso se podría decir, la obligación cívica– de demandárselo. Así que la manifestación que lo interpela es propia de una convivencia entre sociedad y gobierno de talante democrático. Se trata de un reclamo fundado en un mandato jurídico que demanda una decisión política.
En cambio, ante el Poder Judicial, el significado de la protesta adquiere un talante diferente.
TERCERO. El mandato de las personas juzgadoras reside fundamentalmente en hacer efectivas a la Constitución, a los tratados internacionales y a las leyes. Sobre todo, cuando se trata de la justicia constitucional. La discrecionalidad y la arbitrariedad que emanan de sus convicciones, creencias o preferencias políticas son las peores enemigas de su función. Lo que se espera de las juezas y de los jueces es que hagan valer el derecho vigente.
Por eso es problemático concebir una protesta o manifestación cívica desde una plaza pública para intentar incidir en las decisiones de la justicia. A las personas que juzgan no se les puede pedir que sentencien en sintonía con nuestras preferencias o preocupaciones políticas. De nuevo: solo se les puede exigir que apliquen las normas vigentes. Un joven y talentoso abogado, Jerónimo Lomelín, me subrayó el dato hace unos días.
Pero sería ingenuo pensar que las personas que juzgan y las decisiones que adoptan no están insertas en un contexto de alta politización. Por la relevancia y las consecuencias de sus decisiones, juezas y jueces constitucionales, están sometidas a presiones e interactúan con múltiples actores. La sociedad civil no tiene porqué ser la excepción. La ciudadanía es la principal destinataria de sus decisiones y tiene derecho a que sus preocupaciones y argumentos se escuchen. Sobre todo cuando están en juego las instituciones constitucionales y democráticas que permiten una convivencia pacífica y civilizada.
Lo que importa es que al final del camino las sentencias atiendan a ese entorno con argumentos jurídicos sólidos. Solo así sirven como válvula de seguridad del estado constitucional.
CUARTO. En la SCJN cada voto cuenta y pesa mucho. Basta con recordar que con cuatro de once votos se desestima una declaratoria de inconstitucionalidad. Por eso un nutrido grupo de personas académicas de este y otros países hemos pedido la renuncia de la ministra Esquivel a su silla en el máximo tribunal constitucional del país.
Firmé esa carta pública con convicción e indignación genuinas. Ella cometió actos de deshonestidad académica públicamente exhibidos y expuso en su defensa argumentos insostenibles. Plagiar es una falta grave que merece consecuencias.
Además, el presidente de la República ha salido en su defensa dando a entender que la ministra milita en su causa transformadora. Solo por eso debe dimitir. La independencia judicial es la condición sine qua non de una justicia digna de ese nombre.