“Me gustaría que la UNAM tuviera un gran rector, mujer u hombre. Yo creo que hay mujeres perfectamente preparadas, brillantes, que conocen perfectamente a la Universidad, como hay hombres también”, dijo el lunes pasado el rector Enrique Graue al periódico El Universal. El encabezado de la nota era sugerente y apuntaba en la misma dirección: “La UNAM está lista para ser dirigida por una mujer”. De hecho, en la entrevista se apunta el número de ocho candidatas cuyos nombres no se mencionan.
El rector sabe lo que dice y tiene razón. Existen colegas universitarias con todos los méritos necesarios y suficientes para encabezar a la Universidad Nacional Autónoma de México de manera profesional, con probado compromiso con la autonomía que la distingue y con el liderazgo que se necesitará en los complicados tiempos por venir. Así que el escenario de una mujer rectora se antoja posible y plausible. Ello sin demeritar a los aspirantes hombres que también tienen capacidades probadas.
Pero en esta coyuntura y contexto considero que hay buenos argumentos para auspiciar un rectorado a cargo de una mujer. Lo sostengo sin tener en mente a las personas que buscarán el cargo —que todavía no sabemos a ciencia cierta quiénes son— sino pensando en los argumentos que las teorías más progresistas en materia de igualdad han desarrollado en tiempos recientes. Ese será el eje de mi argumento en los párrafos siguientes.
Hace algunos meses estudié con atención dos decisiones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación relacionadas con la integración del Consejo General del INE. Como sabemos, en la segunda de ellas se determinó —mediante una votación dividida pero mayoritaria— que la presidencia del Consejo General de ese órgano colegiado debía ser ocupada por una mujer.
Los argumentos expuestos en las sentencias son interesantes pero no del todo convincentes. Aunque compartamos el sentido de la decisión —como es mi caso—, después de leer la última sentencia queda la impresión de que el criterio del género no es suficiente para justificarla. No, al menos, como está argumentado. La razón de ello, me parece, es que el razonamiento principal se construye desde una concepción formal del principio de igualdad como no discriminación.
Es decir, no se toma en cuenta —como propone el constitucionalista argentino Roberto Saba— a la persona “como integrante de un grupo que ha sido sistemáticamente excluido y sojuzgado”. Si se adopta esa perspectiva —que Saba denomina “igualdad estructural”— se robustece de manera relevante la justificación para que la persona presidenta del Consejo General del INE fuera mujer. La misma lógica funcionaría en el caso de la designación de la persona que ocupará la rectoría a partir de noviembre.
El sustento de la decisión no se basaría solo en los méritos de las personas aspirantes de manera individual sino que consideraría las condiciones estructurales que pueden explicar por qué, hasta ahora —después de un siglo y dos lustros—, ninguna mujer ha encabezado a la UNAM. El hecho no se asume de manera fortuita sino que se pondera como una explicación estructural. El colofón es inmediato: esa condicionante histórica, social y culturalmente cimentada, debe desmontarse.
Todavía faltan muchas semanas para conocer la decisión de la Junta de Gobierno —que, por cierto, por primera vez en su historia se integra por una mayoría de mujeres— y en el inter deben suceder muchas cosas importantes. Por ejemplo, se presentarán y harán públicos los planes de trabajo de las personas aspirantes. Ese elemento y su desempeño durante el proceso puede resultar objetivamente definitorio porque lo que está en juego en primera instancia es la conducción de la Universidad más importante del país. Un mal plan de trabajo o un desempeño deficiente pueden y deben descartar a cualquiera.
Pero si asumimos, como me parece que podemos hacerlo, que la mayoría de las personas aspirantes presentarán proyectos convocantes y tendrán un desempeño notable, entonces, el talento, la coyuntura y la estructura pueden llevar a la rectoría a la primera mujer en la historia de la UNAM.
PD. Plasmar el nombre de Lorenzo Córdova Vianello en los libros de texto en los términos en los que se hizo es una infamia cobarde que retrata la estatura moral de quienes lo hicieron.