Pedro Salazar

Este barullo nuestro: la injusticia que viene

Cuando existen reglas que establecen lo que está permitido, lo que es obligatorio y lo que está prohibido, contamos con una brújula social para orientarnos en nuestra interacción con los demás.

Es bien sabido que no existen consensos universales sobre lo que es bueno y lo que es malo. Al menos no en términos generales. En los extremos, tal vez sí: entre la salud y la enfermedad, preferimos la primera; entre la paz y la guerra, las mismas; pero es difícil ir mucho más lejos. Para muchas personas, por ejemplo, la disyuntiva entre vida y muerte no se resuelve necesariamente a favor de la primera. En fin, el tema da para mucho y no soy capaz de explorarlo en este espacio.

Lo que me interesa advertir es que existen condiciones que suelen considerarse valiosas, pero que, por lo visto en México en estos días, también están afectas de relatividad. Pienso en el valor de la estabilidad que está anclado a la certidumbre que promete el ideal del Estado de derecho. La fórmula de la ecuación es simple y es sencilla: si se verifica la conducta ‘&’, tendrá lugar la consecuencia ‘%’.

En la jerga del derecho se habla de ‘certeza’ y ‘seguridad’ jurídicas. Dos nociones que las personas abogadas consideramos valiosas y que asumimos que son un bien colectivo para todas las demás. Lo que se ofrece es la promesa de que las personas de a pie —pero también las organizaciones, asociaciones, comerciantes, empresarias, etcétera—, podemos anticipar las consecuencias de nuestros actos. Ello para bien y para mal. De esta manera, sabemos a qué debemos atenernos si hacemos o dejamos de hacer ciertas cosas.

Muchas personas sostenemos que esta es una promesa civilizatoria y moderna, que merece la pena salvaguardar. Más allá de nuestras concepciones individuales sobre lo que está bien y lo que está mal, cuando existen reglas que establecen lo que está permitido, lo que es obligatorio y lo que está prohibido, contamos con una brújula social para orientarnos en nuestra interacción con las demás personas.

Sin duda, de nuevo en el plano individual, podremos disentir sobre esas autorizaciones, obligaciones y prohibiciones, pero en nuestra convivencia colectiva, sabremos que respetarlas es racional y razonable. Lo es, porque de ello depende la convivencia pacífica y civilizada. Ese es el fundamento de aquella idea juarista de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.

El Estado de derecho opera sobre esa premisa elemental. Si todas las personas respetamos las reglas colectivas, ejercemos nuestros derechos y permitimos que las demás hagan lo propio, entonces, lograremos coexistir en armonía. De ahí la lógica civilizatoria del proyecto. Sin embargo, es previsible que algunos miembros de la colectividad no quieran respetar las reglas del juego establecidas. Siempre ha sucedido y siempre seguirá sucediendo.

La teoría política de alcurnia nos enseña que, precisamente porque existen personas que no respetarán las reglas, es necesario constituir eso que llamamos ‘Estado’. Una entidad artificial que creamos para que garantice que las reglas serán cumplidas y, sobre todo, que quienes las rompan sean compelidos a respetarlas y a resarcir los daños que hayan causado. Esta intervención de la autoridad es la pinza que garantiza la certeza y la seguridad jurídica que hemos mencionado. “El que la hace, la paga”, sería la conseja popular.

El discurso viene a cuento porque, en última instancia y de manera principalísima, en un Estado de derecho, corresponde a la justicia garantizar que el círculo se cierre y la promesa civilizatoria funcione. Juezas y jueces son la válvula de seguridad del modelo en su conjunto. Son los guardianes de las reglas, los cancerberos del juego. De ahí que se espere que sean baluartes de la estabilidad.

El caso es que hoy, en México, estamos ayunos de eso. Por un lado, millones de personas lo han estado y lo siguen estando porque la mayoría de los poderes judiciales de los estados son un desastre. Esa es la verdadera falencia del sistema de justicia en general, que nadie mira y nadie atiende. Y, ahora, para colmo, porque así se le antojó al encono presidencial, el Poder Judicial que funciona —con sus problemas, pero funciona— está por ser desmantelado. Así que se nos está juntando el hambre con la enfermedad.

En lugar de mirar y atender con urgencia las falencias de la justicia local —por no hablar de las fiscalías a nivel nacional— se ha colocado la mira en la justicia federal. Con saña e ira, además. Algún día se escribirá el rol en esta historia de los protagonistas más zafios de la misma: políticos impresentables, juristas traicioneros, ministras falsarias… Pero, por lo pronto, todo indica que se saldrán con la suya. Desfondarán al Poder Judicial de la Federación y, junto con el mismo, a la —exigua, pero existente— certeza y seguridad jurídicas que durante las últimas tres décadas habíamos alcanzado.

No lo deseo, pero lo avizoro: la injusticia para las personas más débiles perdurará, la incerteza para todas y para todos aumentará y, ante la falta de seguridad jurídica, quienes puedan se ausentarán.

Estamos a punto de perder mucho, todos.

COLUMNAS ANTERIORES

El 19 de mayo será otra cosa
Misiva ominosa

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.