Allá en el siglo XIII, los barones ingleses le plantaron cara a Juan I de Inglaterra y obtuvieron la Magna Carta Libertatum (1215). Uno de sus puntos medulares y más trascendentes fue la protección de los propios barones ante las detenciones ilegales.
Si bien no era una carta universal que garantizara derechos a la gente común, sí era, es y seguirá siendo un momento clave en la historia de la protección constitucional de la libertad personal. El artículo 39 merece ser citado:
“Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango o de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino”.
Desde entonces, las garantías judiciales frente a las privaciones de la libertad (que podrían ser arbitrarias) son consideradas fundacionales de un Estado constitucional.
La referencia viene al caso porque, en México, estamos de regreso a la Inglaterra de 1214. Todo comenzó en 2008, se agravó en 2019 y se profundizó el día de ayer cuando la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados dio el primer plazo para seguir ampliando el catálogo de supuestos en los que aplicará la prisión preventiva oficiosa.
Si bien existe una discusión jurídica sobre el significado de la palabra ‘oficiosa’ en este mismo contexto, hasta el día de hoy, la interpretación dominante sostiene que es sinónimo de ‘automática’. Eso significa que las personas que sean acusadas de los delitos contenidos en el artículo 19 constitucional —por ese solo hecho y aunque no se les haya probado nada— serán inmediatamente privadas de la libertad.
Se trata de un mecanismo draconiano, de potencial control político que, además de afectar a miles de personas en situación de pobreza que hoy se encuentran en las cárceles y a otras que mañana podrían estarlo, constituye una espada de Damocles sobre la cabeza de las voces disidentes y opositoras. Es un instrumento propio de los Estados autoritarios que contradice de manera frontal el principio de presunción de inocencia que también está en la Constitución.
Hace algunos años, el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación discutió el tema y la mayoría de sus integrantes advirtió que la prisión preventiva oficiosa no tiene cabida en un Estado constitucional. No solo por lo que acabo de advertir sino también porque anula el principio de la división de los poderes al nulificar la función protectora de la justicia y dejar a las personas al arbitrio de las fiscalías.
Refiero algunas posturas de las personas ministras. A nadie se le debe detener “únicamente por el tipo de delito que se le imputa” dijo Loretta Ortiz. Por “oficioso” no podemos entender “automático”, advirtió González Alcántara. Margarita Ríos Farjat coincidió con él. Javier Laynez también fue categórico: “El uso excesivo y abusivo de la prisión preventiva, inclusive, el incremento a nivel constitucional de delitos colocan al ciudadano en el peor de los escenarios posibles (…)”, dijo. Incluso más enfático fue Gutiérrez Ortiz Mena: “No tengo duda: la prisión preventiva oficiosa, prevista por el artículo 19 constitucional, es irreconciliable con los derechos humanos que nuestra propia Constitución obliga a reconocer”, advirtió. En la misma dirección se pronunciaron Norma Piña y el entonces presidente de la Corte, Arturo Zaldívar.
Sin embargo, la figura siguió y sigue en la Constitución. Por eso, el 25 de enero de 2023, la Corte Interamericana de los Derechos Humanos condenó al Estado mexicano y le ordenó reformarla. Ello a partir de la demanda de dos personas injustamente privadas de la libertad durante 17 años y en virtud de los compromisos constitucionales que México ha adoptado. La reacción del gobierno nacional e incluso de todos los gobiernos estatales fue furibunda. Abrazados en un discurso nacionalista y patriotero, descalificaron la sentencia de esa corte internacional que tiene competencia contenciosa en México desde 1998.
No obstante, en julio de ese mismo año, el Pleno Regional en Materia Penal de la Región Centro-Norte del Poder Judicial de la Federación sí atendió el mandato de la Corte Interamericana y ordenó a los jueces suspender la prisión preventiva oficiosa de las personas que se ampararan contra la misma. Ello para que pudieran valorar en una audiencia si su imposición estaba o no justificada. O sea, para quitarle el aguijón de ‘oficiosa’.
El 5 de febrero, el presidente de la República reaccionó y escaló la confrontación con la justicia nacional e internacional. Lo que sucedió es la crónica del presente: aquel día mandó una iniciativa de reforma constitucional que ayer aprobaron sus sumisas diputaciones.
Esto, definitivamente, no pinta bien.