Pedro Salazar

La Agencia de Transformación Digital de México

Pensando en el papel del gobierno mexicano, parece una decisión prometedora la creación de la Agencia de Transformación Digital anunciada por la próxima presidenta de México.

El dilema clásico que invita a elegir entre “el gobierno de los hombres o el gobierno de las leyes”, para una persona constitucionalista, tiene fácil solución. Es preferible la certeza del derecho al capricho voluble de las personas. “Las leyes son razón sin pasión” decía el clásico. Por eso es conveniente apostar por las instituciones.

La tesis —no siempre verificable en la realidad— es que la institucionalidad contiene y limita las potestades humanas. En las semanas recientes, el dilema ha estado presente de muchas maneras en nuestras sobremesas, en los debates políticos, en los medios de comunicación, en la academia.

Quienes hablan de transformación hacen guiños a los liderazgos personales presuntamente capaces de cambiar realidades; quienes advierten desmantelamiento institucional nos previenen del peligro que conllevan los poderes ilimitados. En lo personal me encuentro entre estos últimos. Soy un constitucionalista convencido de la importancia de limitar y controlar a los poderes.

Esta última premisa me conduce por la senda que orienta este artículo. Más allá del debate coyuntural mexicano, el control entre poderes trasciende al ámbito político y se traslada también al ámbito privado. De hecho, los contrapesos y equilibrios entre poder político, económico e ideológico —para evocar a Weber— son presupuesto de todos los estados constitucionales.

Tengo la convicción de que, sin menospreciar los peligros que conlleva la confusión entre las tres franjas del poder político (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) en el mundo actual, el principal desafío para el constitucionalismo proviene de la confusión entre los poderes político, ideológico y económico. En ese ámbito tiene un rol relevante la irrupción de la inteligencia artificial generativa.

Lo digo sin prejuicios. De hecho, estoy convencido que esas tecnologías —que han llegado para quedarse— pueden ser instrumentos aliados de la igualdad, la inclusión y la libertad. Pero, como todo fenómeno complejo, también pueden ser funcionales a los fines contrarios. De ahí la importancia de que los estados diseñen e implementen políticas públicas que encaucen el aprovechamiento de los desarrollos tecnológicos en la dirección correcta.

Esas políticas deben ser el resultado de interacciones abiertas y constructivas entre los sectores público, social, académico y privado y deben partir del reconocimiento de que cada uno tiene sus lógicas e intereses. Reconocer la diferencia de perspectivas para encontrar los objetivos comunes es el reto de un esfuerzo de coordinación indispensable para lidiar con los desafíos y explorar las oportunidades que la irrupción tecnológica reciente —en particular la inteligencia artificial generativa— plantea a nuestra generación.

Ese reconocimiento es una condición necesaria para lograr acuerdos de gobernanza —y si es pertinente de regulación— que permitan un equilibro entre los derechos de las personas, los bienes sociales fundamentales (como, por ejemplo, el medioambiente), la innovación y el desarrollo tecnológico y los genuinos intereses corporativos y comerciales de la industria tecnológica. Se trata de lograr una sinergia virtuosa y equilibrada que sea socialmente útil.

En los años recientes, diversos estados y bloques regionales han venido enfrentando este desafío global con perspectivas y estrategias propias. El éxito de cada una de ellas todavía está por verse, pero lo cierto es que, en estos menesteres, la peor política es la que no existe.

México no ha sido ajeno a estos esfuerzos. En este sexenio que termina, en particular desde el Senado de la República, se abrieron espacios incluyentes e interdisciplinarios para explorar alternativas regulatorias. En la UNAM también se fomentaron iniciativas de reflexión interesantes; en particular me refiero a la Línea de Investigación sobre Derecho e Inteligencia Artificial (LIDIA) del Instituto de Investigaciones Jurídicas y a las iniciativas de la Dirección General de Cómputo y de Tecnologías de Información y Comunicación.

De cara a lo que sigue, pensando en el papel del gobierno mexicano ante este desafío, considero una decisión prometedora la creación de la Agencia de Transformación Digital de México anunciada por la inminente presidenta de México. Es menester reconocer que Claudia Sheinbaum fue pionera y visionaria desde el gobierno de la CDMX en esta agenda.

Pero, en estos seis años, los desarrollos tecnológicos han sido extraordinarios y todo indica que los seguirán teniendo en los años venideros. Por ello, la agencia puede resultar estratégica. José —Pepe— Merino, futuro líder del proyecto, y su equipo de trabajo encaran una oportunidad histórica. La experiencia promete que estarán a la altura del reto porque los resultados en la CDMX dan cuenta de ello.

Sin embargo, la magnitud de lo que viene —por su dimensión nacional y por la velocidad vertiginosa de los saltos tecnológicos— será de pronóstico reservado.

En lo personal, les deseo mucho éxito.

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