La disputa geopolítica actual pasa por la tecnología y, en particular, por la inteligencia artificial. La carrera entre Estados Unidos y China se ha ido cerrando y, aunque los americanos mantienen la ventaja, cada vez es más incierto el desenlace.
Lo que sí sabemos es que se trata de una competencia por el liderazgo mundial en el desarrollo de una herramienta que ya cambió la historia de la humanidad. Sin exageraciones.
Por eso hizo tanto ruido el discurso altanero y preciso del vicepresidente norteamericano, Vance, en la cumbre de París hace algunos días cuando reprobó, regañó e intimidó a los países europeos por su regulación sobre inteligencia artificial.
Ese marco normativo fue confeccionado durante largos meses, se aprobó con dificultades y aún no ha entrado en vigor, pero el gobierno de Trump ya lo ha desestimado y amagó con ignorarlo. El discurso de Vance fue preciso y directo a ese respecto.
De hecho, fue algo más que eso. Se trató de una advertencia que anuncia la política del actual gobierno norteamericano en la materia. En los Estados Unidos no habrá regulación o, en todo caso, será mínima. Dejarán que el libre mercado marque el ritmo y el derrotero del desarrollo tecnológico y el gobierno será un facilitador y aliado de esa dinámica de desarrollo.
Si se tratara de una política exclusivamente local, no habría mucho que objetar, pero dada la naturaleza del fenómeno tecnológico, en realidad, se trata de una decisión con efectos geopolíticos que desafía los equilibrios globales.
Ello, además, bajo la advertencia de que los Estados Unidos pretenden liderar la carrera tecnológica. Un mensaje lanzado en Europa pero dirigido a China. La respuesta de este país no se ha escuchado en estos días (probablemente porque se había anticipado con el lanzamiento de DeepSeek poco antes del encuentro parisino).
Vance remató en Múnich su desafío a los europeos, fracturando una alianza estratégica que se había mantenido firme desde la II Guerra Mundial y confirmando de esta manera que el orden mundial que conocíamos se ha esfumado para siempre. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decía Marx.
Hace un par de días, el presidente Trump emitió una orden ejecutiva que confirma el hecho. Su objetivo declarado es “defender a las empresas e innovadores estadounidenses de la extorsión extranjera”. Bajo la amenaza —de nueva cuenta— de imponer aranceles para “combatir los impuestos a los servicios digitales, multas, prácticas y políticas que los gobiernos extranjeros imponen sobre las empresas estadounidenses”, declaró una cruzada proteccionista de la industria tecnológica americana.
El mensaje ya no tiene que ver solamente con intentos regulatorios sobre protección de derechos (en Europa, por ejemplo, con énfasis en los datos personales), moderación de contenidos, eliminación de discursos de odio, verificación de datos verdaderos, etc., sino con una política económica que acusa a los gobiernos extranjeros de apropiarse “de la base fiscal de Estados Unidos para su propio beneficio”.
Trump advirtió que no permitirá que bloques regionales como la Unión Europea o países concretos como Reino Unido, a través de marcos regulatorios, “socaven la libertad de expresión o fomenten la censura”. Más allá de la confusión del planteamiento, lo que me interesa subrayar es la advertencia.
Sin reparos, Trump anuncia “medidas de respuesta” para aquellos estados o bloques regionales que regulen, graven o limiten en algún sentido la operación de los desarrollos tecnológicos norteamericanos. Lo hace, además, arrogándose la facultad sin fundamento alguno de examinar las regulaciones en cuestión.
El gobierno de México debe escuchar con atención esas advertencias y calibrar con mucho tiento su postura en esa madeja geopolítica cruzada de tensiones. Nuestra posición geográfica y nuestra sociedad económica sugieren mantener una sintonía fina con la estrategia estadounidense, pero nuestra debilidad relativa y objetiva aconseja ser prudentes.
Esta situación que, para colmo, cambia de un día para otro, nos obliga a ser muy cautos cuando exploramos modelos propios de regulación o de gobernanza de la inteligencia artificial y de las tecnologías y los modelos de negocio que las utilizan en general. Sobre todo de cara a la renegociación del T-MEC en puerta.
Cualquier intento recaudatorio no justificado o cualquier regulación que inhiba la innovación o ponga en riesgo derechos de propiedad intelectual —como, por ejemplo, la reciente reforma a la ley de trabajo sobre plataformas digitales que les exige revelar cómo funcionan los algoritmos con los que operan— puede generar reacciones virulentas por parte del gobierno americano.
No que eso esté bien, ni que esté justificado, pero es lo que es y eso también cuenta.