Pedro Salazar

¿La desconstitucionalización de México?

Hoy más que nunca debemos tener un Poder Legislativo abierto en el que la representación democrática se escuche y se recree.

El lunes pasado, con mis colegas Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Issa Luna Plá y Javier Martín Reyes, publicamos un texto para llamar la atención sobre la parálisis en la que se encuentra el Congreso de la Unión. Advertimos, además, que se trataba de una parálisis voluntaria y que esa situación pone en riesgo a la democracia y al Estado constitucional mexicano. Sigo pensando lo mismo.

Es verdad que ese día, por la tarde, el Senado sesionó para aprobar la iniciativa de Ley de Amnistía que meses atrás presentó el presidente de la República. Alguien podría pensar que, con ello, al menos esa cámara legislativa desmontó la tesis medular de nuestro texto. Por desgracia no es así. La médula de nuestro argumento es que asistimos por la vía de los hechos a una concentración de poderes en manos del Poder Ejecutivo. La sesión del Senado, paradójicamente, refuerza la preocupación. El presidente pide y los legisladores otorgan.

Como es normal, el artículo suscitó algunas reacciones. Por ejemplo, se dijo –con razón– que algunas actividades legislativas siguen funcionando. Es el caso del trabajo en comisiones. Pero éstas no son el Parlamento, ni sus sesiones están sometidas al escrutinio público y al rigor de la transparencia al que deben exponerse los actos legislativos. De hecho, el trabajo de las comisiones suele caracterizarse por su opacidad. Hoy más que nunca debemos tener un Poder Legislativo abierto en el que la representación democrática se escuche y se recree. De hecho, de las pocas cosas buenas que nos dejará este virus es que hemos aprendido que, gracias a la tecnología, es posible la acción pública en público.

Pero la agenda legislativa no puede ser la ordinaria. La razón es sencilla y demoledora: vivimos tiempos extraordinarios. Con la pandemia deben cambiar las prioridades y atenderse las urgencias. Esto vale para el gobierno pero también para los otros dos poderes de la Unión, para las autonomías constitucionales, y para todos los poderes de las entidades federativas. Las y los legisladores deben representar como nunca los intereses, preocupaciones, demandas y necesidades de quienes los eligieron. No hay impedimento legal para que lo hagan y sí existe obligación constitucional –además de política– para hacerlo. Quien alegue que sesionar implicaría una violación a la ley o a los reglamentos, olvida que la Constitución es norma suprema, y que ella debe ser la principal guía de la actuación del Congreso de la Unión.

Las leyes no lo resuelven todo pero sí contribuyen a resolverlo. Por lo pronto ordenan y dan certeza. Pensemos, por ejemplo, en la materias laboral y fiscal. Miles de personas tienen problemas en esos ámbitos y no cuentan con un marco jurídico claro que les otorgue certidumbre sobre sus derechos y obligaciones. La realidad desplazó al marco normativo vigente –ya de por sí confuso y caótico– y solo los legisladores pueden ajustarlo. De lo contrario el presidente continuará dictando las reglas a fuerza de decretos.

Este es un momento inusual, entre otras razones, porque requiere cohesión y contrapeso al mismo tiempo. Es verdad que son tiempos de unidad, consenso y acuerdos. En ello todos los actores políticos deben poner de su parte. Nunca más atinado el lugar común: "la unión hace la fuerza". Muy bien. Pero también son tiempos de equilibrio y contrapeso. El presidente y su gobierno tienen responsabilidades propias indiscutibles. En su quehacer pueden acertar o errar y necesitan de otros poderes que apuntalen los aciertos y señalen y corrijan los errores.

Además, como nos enseña la teoría política desde Maquiavelo hasta Bobbio, a los poderosos les gusta acumular, concentrar y prologar sus poderes. Los momentos de crisis suelen aprovecharse para ello. Algo ya nos enseñó Carl Schmitt al respecto. Por eso necesitamos poderes que sirvan de control y contrapeso. Esa es la gran lección vigente desde los tiempos de Locke y Montesquieu hasta los nuestros. Ciertas cosas permanecen inmutadas aun en los tiempos de pandemias. La ambición de poder es una de esas. Así que mejor sigamos separando al poder para limitar a quienes lo detentan. En ciertas telas conviene seguir rizando.

Me permito concluir con un dato histórico muy conocido. En 1789 se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artículo –el dieciséis– de ese documento capturó el núcleo que, desde entonces, define a un Estado constitucional: "una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene constitución".

Así de serio podría ser lo que estamos presenciando. Algo así como la 'desconstitucionalización' de México.

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