Pedro Salazar

Lo que está en juego

El rol de los jueces es estratégico. Por lo mismo, quien presida a la Suprema Corte tendrá una responsabilidad histórica, escribe Pedro Salazar.

Sucede cuando muchos estamos de vacaciones. Por eso y porque nuestra cultura política tiene fijación presidencialista, no recibe la atención pública que amerita. Me refiero a la renovación de la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En 2015, también en un 2 de enero como sucederá en esta ocasión, el acontecimiento mereció cobertura mediática porque la decisión se empantanó y se requirieron 32 rondas de votación para solventarla. El empate fue posible porque el Pleno de la SCJN estaba incompleto –habían diez y no 11 ministros– y porque la votación se verificó cuando la gestión del Poder Judicial de la Federación se encontraba en una coyuntura inédita. Ahora, cuatro años después, con una Corte al completo y con cuatro candidatos perfilados, la disputa resurge sobre rieles similares, pero el tiempo ha pasado y las contradicciones se han intensificado. Hoy lo que está en juego es el futuro –a largo plazo– de uno de los tres poderes de la Unión. Intento explicarme.

La decisión de hace cuatro años tuvo lugar en un momento en el que la judicatura mexicana estaba desorientada y atravesada por una tensión profunda. La presidencia del ministro Silva Meza había enfrentado intereses e inercias sin lograr desarticular los entuertos que todavía aquejan al Poder Judicial federal –endogamia, nepotismo, corrupción–, pero reconociendo su existencia. Eso generó fuertes disputas internas. Pero además con convicción y decisión auténticas, el presidente Silva Meza abrazó e impulsó la reforma de 2011 en materia de derechos humanos. Con ello, además de cumplir con un mandato constitucional, sacudió una cultura judicial profundamente parroquial, nacionalista y conservadora. Así que lo que estaba en juego en 2015 se desdoblaba en dos dimensiones: los desafíos de la gestión interna y la (re)orientación de la cultura judicial. Al final ganó el conservadurismo en ambos frentes.

Cuatro años después prevalecen las tensiones, problemas y disputas culturales, pero ha cambiado el escenario. En primer lugar, el Poder Judicial es más escrutado que nunca. No sólo son noticia sus asuntos financieros –que indagan remuneraciones, gastos, servicios, etcétera–, sino también sus procesos administrativos –que cuestionan reglas de ingreso, ascenso y adscripción– y, sobre todo, sus decisiones sustantivas. De hecho, en los años recientes han surgido y madurado miradas cada vez más agudas que analizan con ánimo crítico los argumentos, razonamientos y sentencias de jueces, tribunales –mención especial merece el Tribunal Electoral, que ha llegado a las primeras planas de los diarios– y, por supuesto, a la Suprema Corte. Este entorno dota a la decisión que adoptarán las y los ministros de una relevancia especial.

Pero, además –valga lo evidente–, Morena ganó la titularidad del Poder Ejecutivo y, como no había sucedido desde 1997, obtuvo la mayoría legislativa. Así que la independencia y capacidad de control del Poder Judicial se vuelven más importantes que nunca en la historia del México moderno. No exagero. En el paradigma autoritario del régimen de partido hegemónico, la división de los poderes era una entelequia; hoy debe ser un elemento distintivo del Estado Constitucional en el que pretendemos vivir. Así que el rol de los jueces es estratégico. Por lo mismo, quien presida a la Suprema Corte tendrá una responsabilidad histórica.

En el escenario extremo, el segundo día de 2019, si la decisión se cierra –lo que es posible por lo que está en cierne–, seis personas definirán quién estará al frente de una institución que debe ser capaz de controlar, contrapesar y definir la relación entre los poderes; pero que además, para hacerlo, también debe transformarse, renovarse y modernizarse.

Con la deferencia que me merecen los ministros que aspiran a la presidencia y provienen de la carrera judicial, creo que no cuentan con el adiestramiento para virar el barco en la dirección –que a mí me parece– correcta. Hay mucho status quo a sus espaldas. Y eso pesa mucho porque incluye relaciones, compromisos e inercias.

Pero, más allá de eso, pensando en lo que está en juego, espero que quien presida a la Corte logre amalgamar tres atributos irrenunciables: ser independiente de poderes públicos y privados, tener autonomía de la corporación judicial, y entender que cuatro años son sólo cuatro años. Esto último supone atemperar los deseos a lo realizable sin abandonar el deseo de llevar a cabo la gran transformación.

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