La Fiesta Está Viva

30 años no es nada

El maestro Enrique Ponce ha cumplido tres décadas como matador de toros. ¿Con qué argumentos se ha logrado mantener en la cúspide?

El maestro Enrique Ponce ha cumplido tres décadas como matador de toros. Una carrera dilatada, sin duda, admirable su afición de seguir año tras año compitiendo al más alto nivel en la tauromaquia mundial. ¿Con qué argumentos se ha logrado mantener en la cúspide durante esta treintena de años?

Todos estamos de acuerdo en que la principal condición que necesita tener un torero es valor, esta cualidad la vemos expresada de distintas maneras en el ruedo por los toreros. Los hay de un valor arrebatado, arriesgado y de pronta repercusión al tendido, pero muchas veces de frágil sustento para el toreo que perdura y trasciende.

El valor en Enrique Ponce no se ve ni lo vende como sustento de su tauromaquia. El arte del toreo y sus receptores lo damos por hecho, que cualquiera que vista de luces posee un valor inmenso, casi heroico y novelesco.

El valenciano expresa su valor con elegante tranquilidad ante el peligro, con la mente conectada al corazón para cruzar la línea de fuego que enlaza al torero con el toro y hace que las cosas pasen. El sentimiento es lo que da salida a ese valor y a una capacidad asombrosa de anticipar las reacciones de cada toro. Es el maestro un fenómeno de nuestra época.

Su irrupción al escalafón mayor en 1990, aportó elegancia a la nueva década, precedida por unas formas que tuvieron que adaptarse a quizá el bache ganadero más grande que ha tenido España, con los toros muy parados en los años 80.

Ponce aportó un sentido estético a la estática de la década anterior, su ritmo con los toros devolvió la armonía entre la embestida y el torero. Su natural finura fue un oasis ante la reciedumbre bien valorada de aquellos años. Llegó el valenciano para ampliar el abanico de estilos, combinando el recio poder de ponerse en la cara del toro, con la sutil elegancia de su forma de estar.

Irrumpir requiere un día, un toro y una faena; mantenerse es otra cosa, ahí está la verdadera dificultad de ser Figura del toreo, repetir y acrecentar el nivel de lo hecho en la irrupción, con cada toro en cada tarde.

La distancia al torear es quizá el matiz más complicado de conseguir, no significa qué tan cerca pasa el toro del cuerpo del torero, esto obedece al manejo de los toques y trayectoria del muletazo que dibuja el diestro en la arena, guiando la embestida del toro. La distancia implica colocar el cuerpo y la muleta en el sitio donde el toro acomete sin sentirse atosigado, brinda al animal la posibilidad de embestir con el instinto innato de la bravura, y de esta forma hacerlo en su máxima expresión, sean cualesquiera las condiciones del toro.

Este concepto es milimétrico, aunque parezca increíble. Cada toro tiene su distancia y es secreto del torero encontrarla y pronto, para poder lucir toreando y aprovechar virtudes y defectos de cada embestida. Enrique Ponce lo hace casi de manera natural, parecería inconsciente, pero en esa cabeza privilegiada cabe todo el toreo y cada embestida, descifradas en los primeros encuentros, reacciones y estímulos procesados al instante, sensaciones exponenciales al arte supremo del toreo.

La solidez y originalidad de su toreo han soportado modas y estilos. El maestro Ponce ha sido fiel a sus formas y maneras, llevándolas a lo más alto del toreo y convirtiéndose en tendencia y espejo para toreros que empiezan.

En México es ídolo, desde su presentación en la capital cautivó a público, ganaderos y empresas. Ha sido un deleite disfrutar de su tauromaquia, su elegancia y arte ante los toros.

Hoy el maestro irradia plenitud profesional, personal y artística. México lo ha sabido valorar y lo ha disfrutado. Para la tauromaquia ha sido un embajador inteligente, portador de los valores de esta cultura centenaria en todos los estratos sociales y culturales. Ha conseguido todo, y sin embargo estoy seguro de que su faena soñada no ha llegado.

Enhorabuena, maestro, todos mis respetos y admiración.

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