La semana pasada observé un video en el cual un grupo de mujeres muy alebrestadas arremetía contra un grupo de migrantes en Manhattan, Nueva York. “Fuera de aquí, ilegales. No tienen nada que hacer aquí”.
Esto a raíz de que más de 100 mil migrantes han llegado a ese estado y han provocado una seria crisis presupuestal. Los tienen en hoteles carísimos y la regulación no permite que trabajen.
No escondo mi reacción inicial: son unas racistas y antiinmigrantes estas mujeres. Pero no dejo de preguntarme ¿qué responsabilidad tiene el contribuyente estadounidense sobre estos nuevos flujos migratorios?, ¿cuál es la responsabilidad original de un país expulsor de migrantes, ya sea México o Venezuela?
Las madres y padres Scalabrini, que cuidan migrantes, usan comúnmente la metáfora de que los migrantes son como peces en un río y hay que meterse al agua para convivir con ellos y entenderlos.
Lo he intentado, y más ahora que trabajo en la frontera, en la Universidad de California, San Diego. A menudo, acudo con mis estudiantes, compañeros profesores y grupos de líderes mexicanos y estadounidenses a los albergues de Tijuana a convivir con migrantes. A escuchar sus relatos. Sus historias de cómo su vida la ponen al filo de la navaja para lograr el sueño estadounidense.
Hay dos escenas, entre otras, que guardo en mi memoria sobre esas visitas.
En el otoño de 2018, cuando llegó a Tijuana la llamada caravana de Honduras, conocí a Irwin y su hijo, nicaragüenses que solicitaban asilo. Irwin había logrado ser el líder de la llamada “libreta”. Es decir, el libro donde todos los migrantes, conforme llegaban, se anotaban y en ese orden iban pasando a Estados Unidos. La Patrulla Fronteriza decidía a diario cuál era la capacidad para procesar y sólo esos pasaban.
Irwin, herrero de profesión, huía de la violencia desatada por el dictador Daniel Ortega contra los jóvenes estudiantes. Ya dos sobrinos de Irwin habían sido secuestrados. “Me muero si le pasa algo a mi hijo”, me confió.
Más recientemente, acompañé a mi amiga periodista Paola Rojas al campamento de migrantes que estuvo estacionado casi un año en la plaza de la garita El Chaparral. Paola entrevistó a varios grupos estacionados allí.
Nos sorprendió una familia michoacana: madre soltera con seis hijos. Los dos mayores eran gemelos, uno de ellos parapléjico. Venían huyendo de la violencia de la llamada Tierra Caliente de ese estado. “No hay futuro para mis hijos en Michoacán”, apuntó la joven madre.
En los flujos migratorios, especialmente de la última década, abundan las familias. El paradigma del joven varón lleno de enjundia buscando el sueño americano ha sido sustituido por flujos más heterogéneos en cuanto a nacionalidades, edades y nivel socioeconómico.
Lo mismo observa uno en la fila para pasar a su entrevista de asilo en Estados Unidos a una joven de Venezuela que a una familia rusa con maletas Louis Vuitton.
Las actitudes en Estados Unidos ante este abundante flujo, que este año volverá a ser de varias centenas de miles de personas, están altamente polarizadas.
Por un lado, los antiimigrantes, por lo general trumpistas, como las mujeres que gritaban consignas en Nueva York, consideran que estos migrantes no tienen nada que hacer en su país. Vienen a invadir. Trump incluso no tuvo empacho en señalar que venían de “lugares de mierda como El Salvador”.
Por el otro, las organizaciones promigrantes insisten en que están en su derecho, pues vienen huyendo de la violencia. Más aún, su país –Estados Unidos– ha generado esa violencia, entre otras razones, por su insaciable demanda de drogas.
El derecho internacional señala que únicamente pueden solicitar asilo aquellos cuya vida corre peligro si son retornados a su país de origen.
Sin embargo, las causas de expulsión en México y prácticamente toda América Latina son, por lo general, marginación económica y violencia. Van de la mano. Imposible deslindar. Sobra decir que los pobres sufren más la violencia en nuestra región. No pueden vivir en los barrios seguros.
Utilizando los ejemplos que señalé anteriormente, considero que los nicaragüenses, Irwin y su hijo, tenían un caso de violencia del Estado en contra de los estudiantes. Ahora bien, la madre michoacana de seis, desde luego que está sujeta a la violencia estructural y cotidiana de la Tierra Caliente michoacana.
Pero tengo un dilema. No estoy seguro de que la responsabilidad sobre la suerte de esa familia recaiga en Estados Unidos. Me parece que le toca al nuestro.
Se está gestando una nueva crisis migratoria en nuestra frontera común. Los flujos migratorios muestran un serio incremento. La polarización en el vecino no ayudará y los mexicanos tenemos que dejar de pensar que los migrantes tienen el derecho de emigrar, sí o sí, a Estados Unidos.