“James Carter destacó como un ejemplo para los estadounidenses, dedicado a la justicia y a la decencia. Era un visionario, puso en la línea su presidencia para lograr que se aprobaran leyes para conservar energía, elevó la salvaguarda de los derechos humanos a lo más alto de sus prioridades y presionó para avanzar la agenda de las mujeres”.
Eulogía del vicepresidente Walter Mondale, leída por su hijo, en el entierro de James Carter, 9 de enero de 2025.
Jimmy Carter, el granjero de cacahuates de Georgia, incomprendido como presidente (1976-1980) y aplaudido unánimemente como expresidente, fue sepultado ayer en la rotonda del Capitolio, la catedral de la democracia de Estados Unidos.
Donald Trump, en esa misma catedral, hace cuatro años, azuzó una insurrección para impedir que se certificara el triunfo electoral de Joe Biden, quien legítimamente lo había vencido en las urnas dos meses antes.
Carter, durante su campaña electoral que lo llevaría a la Presidencia en 1976, prometió a los electores nunca decir mentiras. Es decir, hizo un voto que cumplió a cabalidad de ser un Ejecutivo virtuoso con grandes valores humanos –sencillez, honestidad y empatía–. Valores que fueron acompañados de una aguda inteligencia.
Trump es un mentiroso serial. Miente abiertamente y tiene la capacidad, con base en amenazas y recompensas, de transformar sus mentiras en una realidad alterna aceptada por sus correligionarios. Cuando tome posesión por segunda ocasión, el próximo 20 de enero, no sólo perdonará a los bandoleros que asaltaron el Capitolio y acabaron con la vida de varios policías, sino que los convertirá en héroes de lo que llama un movimiento de resistencia a las arbitrariedades del Estado profundo.
Carter instaló en los años 70 paneles solares en la Casa Blanca. Arriesgó su presidencia por un tema entonces prácticamente desconocido, el cambio climático. Su sucesor, el republicano Ronald Reagan, los quitó unos años más tarde.
Trump es un renegado del cambio climático. Su eslogan de campaña en temas energéticos fue extrae, extrae crudo, baby (drill, drill, baby).
Carter, brillante y sensible hacia el vecino del sur, se percató de que la política de su país hacia México estaba llena de contradicciones y carecía de coordinación. A través del Consejo de Seguridad Nacional, ordenó una revisión de la política hacia México en lo que se conoció como el Memorándum número 41. La revisión concluyó que se requería fortalecer la coordinación desde Washington, por lo que nombró a Robert Kruger, un exlegislador texano, como embajador hacia México desde Washington, para hacer pareja con el embajador en la Ciudad de México y asegurar un ordenado proceso de toma de decisiones hacia nuestro país.
Trump, arrebatado e indisciplinado, arremete una y otra vez contra nuestro país. Su diplomacia es la amenaza y la calumnia. Nos manda lo peor de su gente, nos envenenan con fentanilo y abusan comercialmente de nosotros.
El consejero de Seguridad Nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, relata en sus memorias la visita al México de José López Portillo. “Aterrizamos en México y nos percatamos que una figura allá a lo lejos, una especie de estatua, nos esperaba. Como López Portillo no se acercó a saludarnos a la escalerilla del avión, tuvimos que ir hacia él”. La arrogancia de López Portillo, en ese momento nadando en petróleo, puso en riesgo la relación bilateral. Un Carter, sencillo y disciplinado, se tragó la afrenta. El bien público trascendiendo el ego personal.
Entre Carter y Trump hay un océano. De sencillez a altanería, de disciplina a arrebato. Los seguidores de Trump están convencidos de que será un Ejecutivo transformador. No lo escuches, observa sus acciones de gobierno, me insisten.
Soy pesimista. Detesto la arrogancia que fluirá a borbotones en el Washington de Trump 2.0. Pertenezco a la vieja escuela y creo en lo que decía otro líder estadounidense del siglo pasado, Dwight Eisenhower: “La cualidad esencial del liderazgo es una integridad incuestionable”.