El calentamiento global es una crisis sin precedentes, cuyo impacto amenaza a todas las formas de vida en la Tierra. Los esfuerzos para mitigar sus efectos son evidentes: las naciones establecen metas ambiciosas para reducir emisiones y, algunas veces en estrecha cooperación con organismos internacionales, trazan hojas de ruta hacia la descarbonización. Sin embargo, mientras estas iniciativas parecen generar un optimismo superficial, la realidad es que estamos a punto de sobrepasar el umbral crítico de 1.5 grados Celsius. Esta temperatura es el límite señalado por la comunidad científica como la línea divisoria entre un mundo manejable y uno catastrófico. Por ello, la necesidad de implementar soluciones inmediatas y efectivas es más urgente que nunca.
El calentamiento global no es un problema futuro; es una crisis presente. Los efectos ya son palpables en fenómenos climáticos extremos que golpean con mayor frecuencia y severidad a distintas partes del mundo. En el caso de México, el reciente paso del huracán John, que devastó el estado de Guerrero con inundaciones sin precedentes, es solo un ejemplo más de cómo los desastres naturales están intensificándose debido al cambio climático. Este tipo de eventos no solo destruyen vidas y propiedades, sino que también agudizan la ya profunda brecha de desigualdad entre países desarrollados y en desarrollo.
Los países en desarrollo, que son históricamente menos responsables de las emisiones globales, enfrentan el doble desafío de mitigar el cambio climático y adaptarse a sus consecuencias, mientras lidian con limitaciones financieras y tecnológicas. Es profundamente injusto que estas naciones, que han contribuido mínimamente a la crisis, deban invertir gran parte de sus escasos recursos para reparar los daños. Por ello, es crucial insistir en que las grandes potencias, responsables de la mayor parte de las emisiones históricas, deben proporcionar apoyo económico sustancial a las naciones más vulnerables, como se planteó en la más reciente Conferencia de las Partes de la ONU.
Simultáneamente a la lucha por alcanzar el saldo cero neto de emisiones, los tomadores de decisiones en cada nación deben enfrentar también los retos de una economía que hoy está avanzando más lentamente y la dificultad de satisfacer la demanda energética que se requiere para alcanzar un desarrollo más robusto y estable en el mediano y largo plazos.
A pesar de los avances en la investigación y el desarrollo de tecnologías limpias, la implementación de soluciones sigue siendo insuficiente. El reto no es únicamente técnico, sino también político. Las decisiones que se tomen en el corto plazo determinarán el curso de la humanidad por décadas, si no siglos. En este sentido, la responsabilidad recae sobre los líderes globales, quienes deben demostrar si realmente están a la altura del desafío. Continuar aplazando la acción decisiva no solo es una muestra de incompetencia, sino un acto de negligencia hacia las generaciones presentes y futuras.
El planeta ya cuenta con soluciones viables: energías renovables, reforestación, electrificación del transporte y avances en eficiencia energética. Lo que falta es voluntad política para implementarlas a la escala y velocidad necesarias. No podemos darnos el lujo de esperar más tiempo. La inacción hoy asegura un futuro de desastres incontrolables. Detener el calentamiento global es un imperativo moral y de supervivencia. Las soluciones están a nuestro alcance; es hora de implementarlas sin demora.
Raúl Asís Monforte González.
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