¿Recuerda usted qué estaba haciendo el 11 de septiembre de 2001 cuando un Boeing 767 de American Airlines con 76 mil litros de combustible se estrelló en el piso 80 de la Torre Gemela norte en Nueva York? En Estados Unidos, de acuerdo con el Pew Research Center, el 93 por ciento de los mayores de 30 años tiene presente exactamente dónde estaba y qué estaba haciendo. Las imágenes de cómo escupía fuego la torre capturaron la atención de millones en el mundo que se quedaron catatónicos frente a las pantallas de televisión. En Inglaterra, a los 10 minutos del primer impacto, 4 millones de personas prendieron sus televisores, y ocho minutos después vieron cómo el avión de United Airlines se estrelló en el piso 60 de la torre sur. Doce millones más de personas encendieron sus aparatos.
En una sociedad que una década antes había visto el bombardeo sobre Bagdad en tiempo real transmitido por CNN y comenzaba a conectarse con el mundo al instante en que sucedían las cosas, el pasmo con el que observó lo inimaginable abrió la puerta de algo que, en ese momento, no veía con claridad y profundidad. Las Torres Gemelas estaban en Wall Street, donde la Bolsa, los bancos y las instituciones financieras fueron evacuadas. El primer día del ataque el mercado cayó 7.1 por ciento, y sus repercusiones se sintieron en el mundo. La economía de la ciudad de Nueva York perdió 90 mil millones de dólares y 150 mil empleos, 60 por ciento de ellos en el sector financiero y la transportación aérea.
Ese 11 de septiembre de hace 20 años, todo se interrumpió. En menos de cinco horas, todos los vuelos hacia y desde Estados Unidos fueron suspendidos, al aplicarse de emergencia la Operación Listón Amarillo, y los únicos que esa tarde volaron fueron el Air Force One, con el presidente George W. Bush a bordo, y sus dos cazas de protección. La aviación tuvo una colosal disrupción, y la incertidumbre sobre nuevos ataques paró al transporte y la vida. Pero cuando esa nación comenzó a recuperar la vida y el orden, comenzó una cascada de cambios que alteraron para siempre al mundo.
A los dos meses del ataque se fundó la Agencia de Seguridad de Transporte, que modificó la manera de viajar por avión. Sus agentes fueron entrenados en comportamiento de conductas, y equipos de escaneo fueron introducidos para revisar los cuerpos. Todos los pasajeros fueron obligados a quitarse los zapatos –porque ahí se podían esconder armas–, suéteres, cinturones, y las computadoras tuvieron que pasar a revisión sin nada que las cubriera. Se prohibió introducir pequeñas tijeras o encendedores a los aviones, y las puertas de la cabina de tripulantes en los aviones fueron reforzadas con blindajes capaces de resistir granadas para impedir que fueran vulneradas como sucedió con los aviones que se utilizaron como misiles terroristas, y comenzaron a viajar alguaciles vestidos de civil y mezclados entre pasajeros, como policías del aire.
Lo que hizo Estados Unidos se replicó en el mundo. Los aeropuertos y los departamentos de seguridad comenzaron a verificar los antecedentes de sus empleados, que empezaron a utilizar credenciales con códigos de seguridad, y los agentes migratorios endurecieron sus interrogatorios intimidatorios con los viajeros. Varios departamentos de policía en el mundo comenzaron a adiestrar a sus agentes con tácticas antiterroristas para combatir a vulgares criminales, y las calles de las ciudades multiplicaron sus cámaras con reconocimiento facial conectado a las bases de datos de los servicios de inteligencia y policiales de los países más avanzados en esos campos. Los edificios públicos y privados en muchas partes del mundo instalaron arcos de seguridad y magnetómetros para entrar, así como revisiones aleatorias de los visitantes.
El gobierno de Estados Unidos tuvo su reorganización más profunda desde la Segunda Guerra Mundial, creándose el Departamento de Seguridad Interna, que fusionó 22 dependencias gubernamentales, y reconstruyendo las alianzas globales. El Congreso le regaló a Bush el Acta Patriota, que le dio un poder que no tuvieron los presidentes ni en tiempos de las grandes guerras. Aquel día del ataque a las Torres Gemelas y el Pentágono, la CIA llamó a su jefe de estación en México, José Rodríguez, para que encabezara la Unidad Contra Terrorista para cazar a quien responsabilizaron de los atentados, Osama bin Laden, el líder de Al Qaeda.
Rodríguez modificó los sistemas de inteligencia en el mundo y creó modelos de interrogación con herramientas de tortura que, para quedar fuera del alcance de las leyes estadounidenses, instaló en hoyos negros en varias partes del mundo, a donde llevaban sospechosos de terrorismo mediante acciones de secuestro donde estuvieran, que llamaban ‘rendition’. Guantánamo fue el epicentro de esas acciones y Rodríguez no pisó la cárcel por las violaciones a los derechos humanos porque, una década después, esas técnicas brutales le permitieron a la CIA descubrir la casa paquistaní donde se escondía bin Laden.
Hace 20 años comenzó la guerra contra el terrorismo, que jamás nos dejará, y un irracional odio antimusulmán que no pocas veces se expresó con violencia, lo que provocó una mayor división en un conflicto que años antes Samuel Huntington había diagnosticado en su libro La tercera ola, como guerras culturales y religiosas. La propaganda acompañó todo este proceso, alterando a las industrias culturales y del entretenimiento, que llegó a excesos clandestinos, como el que el Pentágono pagara a la liga de futbol americano profesional millones de dólares para que en cada partido hiciera un homenaje a miembros de las Fuerzas Armadas. Pero como siempre ha hecho Hollywood, acompañó el proceso. Antes de un año de los atentados terroristas, se estrenó en televisión la serie 24, donde el protagonista Jack Bauer ayudó a normalizar la tortura en la sociedad.
Muy probablemente se acuerde dónde se encontraba aquella mañana del 11 de septiembre hace 20 años, donde el mundo, como lo conocíamos, cambió por completo y nos hizo más inseguros y más inciertos del futuro.