De todas las reformas que envió el presidente Andrés Manuel López Obrador al Congreso, no hay grandes sorpresas, salvo una, que, aunque ya había deslizado desde hace tiempo, ratificó este lunes: reducir de 40 a 30 por ciento de participantes a la consulta de la revocación de mandato, para hacerla vinculante. Si el voto duro lopezobradorista es superior a 35 por ciento, lo que quiere es que el Congreso le regale una pistola Magnum .357 para colocarla sobre la sien de la próxima jefa del Ejecutivo, para garantizar que quien lo suceda en el cargo consolide su proyecto y profundice lo que pomposamente llama “la cuarta transformación”.
Aunque la iniciativa es general, la destinataria clara de su propuesta es Claudia Sheinbaum, la candidata presidencial de Morena a quien cuidó, promovió y fortaleció desde hace al menos tres años para que lo sucediera. López Obrador está convencido de que Sheinbaum ganará la Presidencia, por lo que ha enfocado sus energías a que su movimiento gane la Ciudad de México y logre que su llamado a las urnas le dé la mayoría calificada en el Congreso en septiembre, el último mes de su administración. El mensaje que le envía es fuerte: tiene que obedecer lo que está diciendo ahora, sin importar que sea ella, no él, quien porte el águila sobre el pecho.
López Obrador quiere tener su cabeza en la guillotina, que no soltará mientras cumpla con el decálogo, que incluye concluir e impulsar sus megaobras, que mantenga al mayor número de secretarias de Estado actuales en sus cargos –un gabinete de continuidad con énfasis en el género–, la expansión de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública y en la vida civil nacional, mantener la estrategia de propaganda y mentiras de las mañaneras, y que no reviva el aeropuerto en Texcoco. Lo que quiere es dejar a una presidenta con un plan de gobierno para, al menos, los dos primeros años, cuando enfrentará también limitaciones presupuestales y presiones sobre las finanzas públicas.
La presidenta más vulnerable a las intenciones de mediano plazo de López Obrador es Sheinbaum, no la candidata presidencial de la oposición, Xóchitl Gálvez, o el candidato de Movimiento Ciudadano, Jorge Álvarez Máynez, quienes, a diferencia de ella, podrían trabajar más libres con el Congreso y el Senado para acotar la Ley Federal de Revocación de Mandato o, incluso, derogarla, siempre y cuando el resultado de las elecciones legislativas les garantizara, cuando menos, la mayoría absoluta. Sheinbaum, en cambio, enfrentaría otras dificultades prácticas, pues la legislatura, sin importar su tamaño, le deberá mayoritariamente las curules y los escaños no a ella, sino al Presidente actual.
La Ley Federal de Revocación de Mandato, vigente desde septiembre de 2021 –tras perder Morena la mayoría calificada–, requiere que, dentro de los tres primeros años de gobierno, al menos 3 por ciento de la lista nominal de electores en por lo menos 17 entidades solicite la consulta. El artículo 58 establece que la revocación de mandato sólo procederá por mayoría absoluta y, si participa al menos 40 por ciento de la lista, su resultado será vinculatorio, y el presidente en turno tendrá que renunciar.
López Obrador impulsó este ejercicio con la seguridad de que no estaría en riesgo, viendo la inercia de su victoria en 2018 y una aprobación un mes antes de la consulta de 62 por ciento. La ley se inauguró el 22 de abril de 2022, con la participación de 17.7 por ciento de la lista, y un respaldo para que siguiera en el cargo de 91.87 por ciento, que equivalieron a unos 15.1 millones de personas.
Sheinbaum no debe estar contenta con esta iniciativa, porque debe pensar que ella es la principal destinataria. Sobre la candidata pesa la creciente percepción de que carece de autonomía política, programática y operativa, y que no es más que un apéndice de López Obrador. La candidata ha sido tan eficiente y disciplinada en mantener su discurso dentro de los parámetros que tengan al Presidente tranquilo y sin sobresaltos ni molestias con ella, que intentar un deslinde sutil y progresivo será cada vez más difícil.
López Obrador ha abierto una puerta tramposa al reconocer en varias ocasiones que, seguramente, quien lo suceda –o sea, Sheinbaum– cambiará estilo de gobernar, pero no el rumbo. No dejan de ser meras palabras, porque quien conoce al Presidente sabe que no deja espacios para la disidencia amistosa ni es tolerante con quien le lleva la contraria.
El mejor ejemplo de la personalidad abrasiva de López Obrador para con sus colaboradores y su impulso natural por imponer sus deseos, es que la mañanera sea el instrumento de comunicación de su candidata, pese a que el método lo haya inventado él, depurado a partir de prueba y error, y llevado a niveles obscenamente hostiles por su vocero, Jesús Ramírez Cuevas, en una lógica de polarización y enfrentamiento que ella misma ha estado repitiendo en las reuniones cerradas que ha tenido desde hace meses.
La iniciativa de López Obrador para bajar de 40 a 30 por ciento el porcentaje de votos para hacer vinculatoria la revocación de mandato deja inerme a Sheinbaum. De acuerdo con las encuestas de Buendía & Márquez, el Presidente tiene un voto duro que oscila entre 35 a 40 por ciento, que son quienes lo apoyan “mucho” en las encuestas de aprobación. El apoyo a Morena es aún más alto en la última encuesta sobre segmentos electorales que realizó en noviembre, pero puede argumentarse que son clientelas del Presidente, no de la candidata, por lo cual, en un escenario de revocación de mandato, si fuera ella presidenta, una molestia de su mentor podría llevar a su destitución.
Sheinbaum debe saber que el Presidente no tiene escrúpulos, y que ha sido capaz de llegar a límites insospechados con tal de cuidar su imagen y popularidad. Por lo mismo, de llegar a Palacio Nacional en octubre, sin importar cómo llegue en su relación con López Obrador para entonces, su activismo político, porque resulta casi imposible pensar que realmente se retirará, será un problema político para ella, para su gobierno y para su futuro.