El mismo día que concluyó el juicio en Nueva York contra Joaquín El Chapo Guzmán, y el secretario de la Marina, Rafael Ojeda, informó que el Cártel de Santa Rosa de Lima era responsable de los bloqueos para sabotear los operativos contra el robo de combustible en Guanajuato, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que ese 30 de enero de 2019, a menos de dos meses de iniciar la cuarta transformación, acabó la guerra contra el narcotráfico. "Oficialmente, no hay guerra, nosotros queremos paz", subrayó. Y dijo:
"No se han detenido a capos porque no es nuestra función principal. La función principal del gobierno es garantizar la seguridad pública, ya no es la estrategia de los operativos para detener a capos. Lo que buscamos es que haya seguridad, que podamos disminuir el número de homicidios diarios. Lo que me importa es bajar el número de homicidios, el número de robos, que no haya secuestros. Eso es lo fundamental, no lo espectacular".
La declaración, por el hecho mismo de serla, fue insólita, pero no para extrañarse de nada. Desde que se comprometió a dar amnistía a los narcotraficantes, antes de iniciar su campaña presidencial, esbozó lo que haría al llegar a la presidencia. Su objetivo era reducir los índices de criminalidad y restablecer la seguridad y confianza entre los ciudadanos, pero a su manera. No aceptó la estrategia del presidente Felipe Calderón –utilizada en Colombia, Italia y Estados Unidos– de combatir intensamente a toda la estructura criminal, que provocaba como externalidad una alta cuota de muertes en un principio, y que después de varios tropiezos adoptó el presidente Enrique Peña Nieto. Tampoco tenía tiempo para estrategias de largo plazo. Lo suyo sería administrar el narcotráfico: no se mete con ellos a cambio de que los cárteles guarden las armas y pacifiquen el país.
Administrar el narcotráfico en lugar de combatirlo, no es una estrategia que va a admitir explícitamente el presidente que está haciendo. Lo que hará es lo que hicieron muchos gobiernos priistas en el siglo pasado, permitir que los cárteles de la droga hagan su negocio –producción, distribución, trasiego y comercialización– a cambio que no se peleen entre ellos ni confronten a las fuerzas de seguridad. En el pasado, como era la circulación de las élites en el viejo régimen, uno o dos cárteles eran atacados por el gobierno en turno, y al siguiente eran otros los perseguidos. De esa forma todos sabían que, como en el sistema político, era una rueda de la fortuna donde los beneficiados hoy, serían afectados mañana.
Calderón modificó el statu quo. Confrontó a todos los cárteles al mismo tiempo, con los cuales se modificó el incentivo para no pelear contra el adversario: pactar territorios e impuestos criminales para el derecho de paso, con lo cual no obligaban al Estado a actuar con fuerza. El cambio fundamental fue que los cárteles tuvieron que pelear entre ellos para sobrevivir, que fue el detonante de la violencia. Bajo esa estrategia, la delincuencia se atomizó y se mudó de delitos federales a delitos del fuero común. Por ejemplo, los matones del Cártel de Tijuana, al quedarse sin dinero para sus nóminas por los golpes federales, se mudaron al secuestro exprés, que se incrementó en 200 por ciento. Los Zetas, que se habían quedado sin droga, entraron primero a la piratería y después a vender protección y contrabando humano. Los hermanos Beltrán Leyva comenzaron a subcontratar asesinos en el Valle de México, y de su desmantelamiento surgieron Guerreros Unidos y Los Rojos, y de ellos una mayor atomización de bandas criminales, como sucedió también con el Cártel de Juárez.
Esta es la parte de la película que ve a medias el presidente López Obrador. Quiere una Guardia Nacional con disciplina, adoctrinamiento y mando militar para enfrentar a las pandillas criminales que no alcanzan a ser consideradas cárteles –al no controlar todo el sistema de producción del negocio del narco–, pero que están metidas en el narcomenudeo, asesinatos, secuestros, robos y extorsiones, por mencionar los delitos más comunes del fueron común, sin enfrentar a los cárteles de la droga, cuyos delitos contra la salud y lavado de dinero son federales. El eslabón débil de esa estrategia es desconocer, en la práctica operativa, los vasos comunicantes de la droga entre los criminales.
Por ejemplo, las bandas que ven a la Ciudad de México como botín, tienen alianzas o dependen de la mercancía de los cárteles de la droga que, a la vez, les suministran respaldo de fuego. Si el presidente cree que desmantelando la Unión Tepito, que es la que controla la vida a espaldas de Palacio Nacional y cobra protección a sus habitantes, desaparecerá el crimen, está equivocado. Siempre habrá quien reemplace a sus líderes para que la cadena productiva criminal que sale de Culiacán o Matamoros, no merme sus utilidades ni afecte su generación de cuadros. Durante todo el sexenio, debe saber, tendrá como vecinos a criminales.
Para que la administración del narcotráfico funcione como en el pasado, este país tendría que dejar de consumir de drogas, lo cual es imposible. Desde 1996, México se convirtió en consumidor de drogas, y es un camino sin retorno. Pero López Obrador ya formalizó su decisión: perdón para los capos de la droga y garantías de que no los perseguirá. Entonces, si reducen la violencia, volverán los tiempos de antaño, donde el narcotráfico convivía entusiastamente con el poder. Los Mayos, Los Menchos, Los Caro Quintero, Los Zetas y todos los demás que controlan el crimen organizado podrán estar tranquilos. Sólo tienen que restablecer sus viejos pactos y quitar el dedo del gatillo.
Nota: Por ser un día feriado, el próximo lunes no aparecerá esta columna.