La vida en Morelos no vale nada. Por cinco mil pesos, un joven mató a dos personas, a plena luz del día, a un costado del Palacio de Gobierno en el centro de Cuernavaca. Era una apuesta –la muerte o la cárcel como alternativas opuestas– que jugó con la esperanza de huir. Fracasó en este intento, pero tuvo éxito para subrayar las condiciones de inseguridad en ese estado, donde el ecosistema de impunidad es parte del paisaje local. El gobernador Cuauhtémoc Blanco declaró estar muy enojado, en una reacción emocional. Tampoco hay que sorprenderse. Blanco llegó a la gubernatura no por su talento político, sino como parte de una manipulación de políticos para hacerse del poder, aprovechando la popularidad del exfutbolista, por quien se volcaron en las urnas. El desastre de Morelos, en ese sentido, es una culpa colectiva.
Blanco está gobernando un estado difícil, al ser parte del corredor del narcotráfico que se extiende de la Ciudad de México hasta Acapulco, que desde hace una década ha sido un botín disputado por organizaciones criminales. Las autoridades estatales han identificado células de cuando menos cinco grupos delincuenciales, de presencia nacional, como el Cártel Jalisco Nueva Generación, y local, como el Comando Tlahuica, enfocado en el control del sistema de agua potable y el alcantarillado de Cuernavaca –un negocio de 300 millones de pesos anuales. También se encuentran los violentos grupos regionales Los Rojos, Guerreros Unidos –que tiene una estructura y niveles de operación que permiten considerarlo como un cártel– y La Familia Michoacana.
Morelos no era un estado de criminalidad atomizada, pero la degradación en los sistemas de seguridad y un gobierno incompetente dispararon el fenómeno desde octubre de 2018, cuando Blanco llegó a la gubernatura. Desde entonces, la espiral de inseguridad se volvió incontenible. Se incrementaron los homicidios dolosos, el robo, los secuestros y las extorsiones, particularmente en la zona sur del estado, donde personas que conocen la entidad reportan que los alcaldes son víctimas preferidas de los criminales, así como los comerciantes a quienes cobran derecho de piso. Si no pagan, dicen estas personas, balacean e incendian los locales, o privan de su libertad a los propietarios para asesinarlos como mensaje de escarmiento para quien desee imitarlos.
Los homicidios dolosos, que son delitos de alto impacto, crecieron 36 por ciento en el primer trimestre de este año, comparado con el mismo periodo en 2018, y solamente entre diciembre de 2018 y marzo de 2019, se elevaron 10 por ciento, lo que refleja el desbordamiento del crimen ante la inoperancia gubernamental. Morelos es el sexto estado donde más crecieron los homicidios dolosos, después de Nuevo León (103.87 por ciento), Quintana Roo (71.79 por ciento), Tabasco (69.60 por ciento) Sonora (46.05) y Jalisco 45.57. La organización Semáforo Delictivo llegó a contabilizar uno de estos crímenes cada hora.
La alta incidencia delictiva supera los máximos alcanzados en el anterior gobierno de Graco Ramírez, que desataron protestas callejeras y marchas continuas. Ello, pese a que la cifra negra de delitos es muy elevada. De acuerdo con el Inegi, sólo 10 de cada 100 delitos son denunciados, ante la falta de confianza en las autoridades y la ineficiencia arrastrada en obtener sentencias condenatorias. La mala gestión de Blanco es el principal factor al que le atribuyen en Morelos la crisis de seguridad. El gobernador no es quien toma las decisiones de fondo, sino su jefe de Oficina, José Manuel Sanz, que acompañó a Blanco desde que era alcalde de Cuernavaca.
En el poder estatal, Sanz ha sido el arquitecto de la ruptura de la coordinación entre las corporaciones de seguridad estatal y municipales, en donde anuló a las alcaldías al imponer un modelo donde el gobierno del estado concentra todas las funciones de seguridad pública y tránsito, incluyendo los ingresos derivados de las multas. El resultado ha sido el desinterés de los alcaldes en cooperar en materia de seguridad o, como es el caso del presidente municipal de Cuernavaca, Antonio Villalobos, de enfrentamiento total. Blanco no tiene buena relación con él, a quien considera cercano al exgobernador Ramírez, y que cuando no pudo impedir que tomara posesión, cerró la Presidencia Municipal y lo obligó a rendir protesta en la calle.
Los problemas políticos de Blanco, que se reflejan en el resto de su gestión y del ataje rápido de problemas como el de la seguridad, se extienden dentro del gabinete y con sus aliados políticos. Uno de los choques más significativos es con el fiscal –que asumió en el gobierno de Ramírez–, Uriel Carmona Gándara, a quien ha buscado destituir, pero no ha podido negociar su salida con el Congreso local. Esta falta de respaldo político está asociado con otra disputa en la que se embarcó el gobernador actual con sus aliados de Morena, y en particular con la presidenta nacional, Yeidckol Polevnsky, con quien se peleó públicamente.
Blanco es uno de los gobernadores más incompetentes, con problemas de seguridad y gobernabilidad. Sin embargo, no es el principal culpable del desastre en Morelos. Un partido local, el Socialdemócrata, lo hizo su candidato –reportes en la prensa morelense hablan que a cambio de siete millones de pesos– para alcanzar el poder. Tras ganar la alcaldía se pelearon y Blanco fue reclutado por Encuentro Social como su candidato a gobernador. Ese partido le añadió el apoyo del hoy presidente Andrés Manuel López Obrador, y en su conflicto con Ramírez, el exsecretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, también lo respaldó.
Blanco y Sanz están peleados con todos, sin encontrar salida a los problemas. La inseguridad los está devorando. Y los responsables de que sea gobernador están irresponsablemente callados, mientras Morelos, que no parece importar fuera de procesos electorales, se pinta de rojo.