Recuerdo dos eventos dramáticos que me tocó vivir mientras experimentamos hoy en México una situación delicada. El primero fue el atentado al presidente Ronald Reagan, en marzo de 1981, y el segundo fue el que sufrió el papa Juan Pablo II, en mayo del mismo año. Los dos tuvieron que ser hospitalizados, y obligaron al gobierno de Estados Unidos y al Vaticano a enfrentar la crisis, administrándola para evitar inestabilidad y vacíos de poder que generaran ingobernabilidad. Como en cada manejo de crisis, la parte fundamental fue la comunicación.
El equipo de la Casa Blanca mantuvo sus briefings diarios donde los responsables médicos que lo atendían a unas cuadras, en el hospital de la Universidad George Washington, daban el parte médico. En Roma, El Vaticano también mantuvo diariamente el parte médico que daban sus doctores a la prensa en el Policlínico Universitario Agostino Gemelli. Todos los días, mientras Juan Pablo II y Reagan oscilaban entre la vida y la muerte, los médicos reportaban su estado de salud e interactuaban con la prensa.
Muchos medios enviaron a sus especialistas en temas médicos para interrogar a los doctores en busca de respuestas de calidad, que generaron un ejercicio de alto profesionalismo por ambas partes, en beneficio directo de los católicos y de los estadounidenses, que administraron mejor sus angustias, al tiempo que daban certidumbre al mundo al conocer sin verborrea el estado de salud de los dignatarios.
Cuando Boris Johnson enfermó el año pasado de SARS-Cov2, su equipo de prensa nunca ocultó su estado de salud ni cuando, al agravarse, fue hospitalizado e intubado. Cuando el presidente Donald Trump se contagió del coronavirus, pese a la opacidad que había tenido la Casa Blanca, el equipo médico que lo atendía ofreció diariamente briefings sobre su estado de salud, aunque más adelante se supo que su médico mintió a los medios, a la nación y al mundo. Pero esa falta de ética fue excepcional, no la norma en cómo los gobiernos manejan este tipo de situaciones.
La comunicación es fundamental para evitar rumores y generar certidumbres, al estar ocupando los espacios de información que, de no hacerse adecuadamente, se llenan con especulación o basura. La comunicación debe ser manejada de manera profesional y responsable, aportando el máximo de información posible sin vestirla con calificativos o valoraciones, porque es contraproducente. El recuerdo de aquellos momentos es por el contraste con lo que ha sucedido en México, luego de que el presidente Andrés Manuel López Obrador reveló el domingo que había resultado positivo a Covid-19 y que se iba a confinar, desde donde seguiría al frente del gobierno.
La impresión que ha dejado el gobierno mexicano es que no sabe manejar una crisis. Es cierto que la forma como López Obrador ha centralizado el poder produce el fenómeno del enanismo en la mayoría de sus colaboradores, pero al ser la mañanera la síntesis coloquial de lo que en realidad es un sistema de gobierno y gobernabilidad, de difusión y propaganda, y de tener bajo control la conversación y ubicarse en el centro de la arena pública, su ausencia en ese espacio ha desnudado la incompetencia e incapacidad de su equipo para poder llenar los vacíos con información útil y creíble. La mañanera se ha convertido en un espacio que ha magnificado los audioboletines, porque al no estar en el centro López Obrador, que dirige una orquesta con orientación política e ideológica, lo que queda es un esqueleto donde los funcionarios acuden a dar sus reportes que podrían haber sido resueltos de mejor manera por voceros de menor jerarquía.
Los funcionarios, comenzando por la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, a quien responsabilizó López Obrador de la mañanera, han mostrado carecer de información real en tiempo real, que proyectara a un gobierno sólido que temporalmente puede ser funcional sin su cabeza. Sánchez Cordero, como metáfora de esta mala gestoría de crisis, ni siquiera sabía que el Presidente estaba confinado a 150 metros de ella.
La secretaria de Gobernación se ha encargado de dar el parte médico sobre la salud del Presidente: "está muy fuerte", "está optimista", "su salud es buena". No es médica, por lo que más allá de vaguedades y lugares comunes, lo que informe sobre la salud del Presidente carece de valor. Quien tiene las credenciales es el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, pero está en la lógica de ocultar los detalles de la salud del Presidente para no violar sus datos privados, imitando a Sánchez Cordero con frases políticas y evadiendo las explicaciones clínicas.
Cuatro días después de haber dado positivo de Covid-19, realmente no se sabe, clínicamente hablando, en qué estado se encuentra la salud de López Obrador. Se ignora por qué dicen que "evoluciona bien" y que el domingo tuvo fiebre "mayor a 37.3 y menor a 38", porque falta contexto y traducción. Esto no dice nada y abre el camino a la especulación. No hay un parte médico diario y responsable sobre la salud del Presidente, y tampoco se conoce quiénes lo atienden. Se informó que el secretario de Salud, Jorge Alcocer, está al frente del equipo médico, pero todo parece ser parte de algo que huele a engaño.
Son fugas hacia delante para ganar tiempo y no decir quiénes lo están atendiendo, qué tipo de tratamiento le están dando, si oxigena bien, si tiene daño en los pulmones, si ha tenido otros síntomas además de la fiebre, que son preguntas que puede hacer cualquier persona sin necesidad de conocimiento médico. Esto sería realmente la transparencia que pide López Obrador, y no una tutelada y llena de huecos, contradicciones y tropezones de un equipo presidencial improvisado e irresponsable. Informar tiene riesgos, en particular si la salud de un Presidente que tiene todo el poder centralizado en él, se deteriora. Pero dentro de lo delicado y potencialmente complejo y peligroso, es lo mejor que se debe hacer.