Desde el lunes se avecinaba la tormenta. La comparecencia matutina en Palacio Nacional se había convertido en un interrogatorio intenso y puntual al fiscal general, Alejandro Gertz Manero, sobre el feminicidio, al cuestionarle por qué quería eliminarlo como delito. No cejaba el intercambio hasta que interrumpió el presidente Andrés Manuel López Obrador. "No quiero que el tema sea nada más lo del feminicidio. Ya está claro", atajó.
"Se ha manipulado mucho sobre este asunto en los medios. Los que no nos ven con buenos ojos aprovechan cualquier circunstancia para generar campañas de difamación. Así de claro, de distorsión, información falsa. Este es el caso". El presidente no se detuvo. "En todo el periodo neoliberal inventaron nuevos términos para simular: 'visibilidad', y resulta que no había visibilidad antes", resaltó. "Entiendo esa postura de distorsionar las cosas, de no decir la verdad".
Cinco días después, obtuvo la respuesta a su insensibilidad sobre este serio problema. Decenas de jóvenes fueron a Palacio Nacional a pintar grafitti censurando al Presidente e intentando quemar la Puerta Mariana. Adentro, López Obrador continuó incendiando todo.
En la comparecencia del viernes, Verónica Villalvazo, más conocida por su nombre de pluma Frida Guerrera, periodista y activista que ha luchado contra el feminicidio en el Estado de México, lo cuestionó hasta que, impotente ante los serios señalamientos, se desesperó. López Obrador descalificó las críticas, trivializó su posición sobre el fenómeno criminal y desvió cuantas veces pudo hacia la nada. Guerrera lo jalaba al tema, pero sólo encontraba la generalización y el esfuerzo por reducirlo al problema de la inseguridad. De eso no se trataba y se lo dijeron, sin poder enfrentar con profundidad el problema que le planteaban.
Le fue muy mal en los medios –sobre los que también hubo críticas de fondo por su mala cobertura del fenómeno– y redes. Pero ¿qué esperaban? López Obrador, que es más candidato que presidente, no tiene al feminicidio en sus preocupaciones, porque no forma parte de su agenda. Como muchas otras cosas sobre su personalidad, no hay nada nuevo.
López Obrador está inmerso en el conservadurismo social, que cuida las tradiciones, los valores religiosos y el nacionalismo. Hablar de corrupción, buscar cambiar las cosas, alterar el statu quo, apostar por los pobres y buscar la igualdad a partir de quitar a los que más tienen y repartir entre los desposeídos, no lo convierte en un liberal ni le permite escaparse de un pensamiento socialmente reaccionario.
Hay muchas cosas que la mayoría de los mexicanos no conocían de él, pero que se han venido desvelando en el ejercicio diario de su gobernar. El tema de género, del cual se escurría cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, es uno de ellos.
Quienes lo conocen de tiempo atrás, saben del trato discriminatorio para con las mujeres, de la forma como trataba a las madres solteras que trabajaban en el gobierno de la capital –su animadversión por las guarderías podría tener un trasfondo de castigo a ese sector de la sociedad. Pero lo más notorio, por su trascendencia, es cómo trabajó en comunión con el exarzobispo primado de México, Norberto Rivera, para frenar en la entonces Asamblea Legislativa del Distrito Federal, la iniciativa de su partido, el PRD, para despenalizar el aborto. Contrario a los intereses de la izquierda y a favor de las élites más conservadoras que tanto estigmatiza hoy, impidió que se aprobara una ley para que la mujer decidiera qué hacer con su cuerpo.
Hasta que se fue y llegó Marcelo Ebrard, la ley avanzó, junto con otras revolucionarias legislaciones que convirtieron a la capital en la más progresista de América Latina y una de las más liberales del mundo. En ese sentido, como lo demostró con su decálogo sobre las mujeres que, presionado por Guerrera, pareció improvisar, no tiene idea de lo que debería ser una política pública.
Mencionó enunciados llenos de lugares comunes, no un camino de soluciones. Estuvo lleno de opiniones personales, algunas de las cuales no se sostienen con su ruta política, sin mostrar comprensión por el problema, ni empatía con las mujeres, ni dibujar un horizonte de certidumbre. Calló ante la propuesta de una Fiscalía Especializada para el feminicidio, contrastante con la ligereza con la que crea fiscalías para temas de su agenda, ni iniciativas para, por ejemplo, que las investigaciones de ataques contra mujeres se realicen bajo la perspectiva de género. Paradójicamente, a quienes tanto desprecia del pasado, hicieron mucho más que él en este campo.
Desde los 90, el presupuesto para combatir la violencia de género fue en aumento. Incluso, el primer presupuesto de López Obrador, construido por la Secretaría de Hacienda del gobierno saliente, tuvo un incremento con respecto a 2018. Pero el primer presupuesto completamente lopezobradorista redujo el programa de atención y prevención de la violencia contra las mujeres, y las dejó más vulnerables que durante los llamados gobiernos neoliberales.
El olmo, verdad de Perogrullo, no da peras. López Obrador no cree en las políticas públicas, sino en su intuición y creencias, talladas a mano en la cosmogonía de Macuspana y en su educación religiosa. Su espíritu de caudillo, que impone a sus colaboradores, y su necedad, que le ayudan a mantener cohesión mediante el miedo, le imposibilita al mismo tiempo ver realidades más allá de su reducido mundo.
Por eso, lo que no es suyo o no entiende, lo minimiza. Muchos hombres no alcanzamos a comprender la magnitud de la barbarie –como definió al feminicidio el sábado el exministro de la Suprema Corte, José Ramón Cossío– de la violencia de género, pero hay hombres peores en su incomprensión e insensibilidad. En este casillero está quien gobierna el desgobierno mexicano, cuando menos por lo que a feminicidios se refiere.