Estamos viviendo días peligrosos. El presidente de México está lleno de cólera y tiene enemigos definidos contra los que está luchando ferozmente, animando a los demonios a salir a la calle. La explosión se dio en una inolvidable trilogía de mañaneras la semana pasada, donde a partir de su defensa a brazo partido de Félix Salgado Macedonio, su candidato al gobierno de Guerrero, acusado penalmente de acosador sexual y violador por al menos tres mujeres, la reacción de miles, que fue creciendo proporcionalmente a las declaraciones de empatía con el presunto criminal y de desprecio de género de Andrés Manuel López Obrador, fue recogida en los medios. Ante esto, el Presidente no presionó por la verdad de las acusaciones y puso distancia de su defendido, sino buscó quién pagara por los cuestionamientos. Los medios de comunicación, periodistas e intelectuales, a los que desprecia y odia porque se han convertido en el único espejo de sus abusos y excesos, de sus ocurrencias y excentricidades, fueron su objetivo.
El pretexto que enmarcó todo fue la defensa de Salgado Macedonio, cuando mostró su furia contra esa parte pensante de la sociedad, de la que dijo se movió con fines electorales, minimizando la indignación fundamentada de miles de mujeres en México y en el mundo que reaccionaron por sus actitudes despectivas contra el género, y no por estar contra su gobierno o proyecto. Si lo vemos cuantitativamente, en la mañanera del 17 de febrero López Obrador pronunció un total de 8 mil 891 palabras, de las cuales, 717 se las dedicó a ese grupo de la sociedad pensante. En la mañanera del 18, de 5 mil 326 palabras, dedicó mil 539 a despotricar contra el mismo segmento. Y en la del 19, de 6 mil 693 palabras que pronunció, mil 659 fueron para subrayar su indignación y oposición contra todo aquello que fuera un espejo de su gestión pública. Demasiado tiempo en ataques, insultos, linchamientos y difamaciones, cuando tiene tantos frentes abiertos y crisis sin resolver. Pero que los medios lo desnuden lo encoleriza.
Le dedicó todo ese tiempo a quienes son el espejo de sus acciones porque, precisamente, no quiere que se reflejen sus acciones. En la semana pasada continuaron las malas noticias económicas y la ampliación de la pobreza durante su gestión, contradiciendo su proclama de lucha por el bienestar de los pobres. También siguieron avanzando los contagios por coronavirus y subiendo las muertes, contradiciendo todos los dichos y hechos de su estrategia contra el virus que, en realidad, naufragó en los primeros meses de la pandemia. Se le sumaron las evidencias del uso electoral del plan de vacunación, y emergieron las contradicciones dentro de su equipo por el tema de las vacunas que, como consecuencia, lo han obligado a mendigar dosis en el mundo y, ni así, son suficientes. Los homicidios dolosos se mantienen en alto y, lo que no había el año pasado, los delitos relacionados con el narcotráfico se están incrementando, así como el cultivo de coca, que hacía años no había en México. La crisis del gas texano nos regresó a los 70, con el llamado echeverrista evocado por López Obrador quien, ante las deficiencias de su equipo, dijo ahorre un poco, apague un foco.
Un presidente enojado es dañino para su país. Un presidente con los recursos políticos que tiene la Presidencia de México es un peligro. Y un presidente con el talante de López Obrador, sin contrapesos en los poderes Judicial y Legislativo, se vuelve un riesgo hasta para él mismo. López Obrador tiene un claro mandato popular para ejercer el gobierno, y las encuestas de aprobación presidencial le pueden dar la tranquilidad de que poco más de seis de cada 10 personas en el país consideran que está haciendo bien su trabajo. Si pese a la evidencia y los datos que dicen lo contrario, a la mayoría de la gente no le importa, debería de estar tranquilo y contento, sin reparar en lo que digan medios, periodistas e intelectuales, de quienes dice están enojados porque perdieron privilegios y nadie les hace caso. Si esto fuera cierto, como afirma, ¿por qué está tan enojado contra ese grupo? A lo mejor sus encuestas tienen otros datos.
México ha tenido pocos presidentes de mecha corta, que se exasperan, explotan y reaccionan con violencia verbal y amagos, pero ninguno es comparable con López Obrador, un hombre de ideas fijas, cuyo temperamento irritable no es ocasional. La gran diferencia del Presidente con sus predecesores es que mantiene un litigio permanente cargado de hostilidad, amenazas y mentiras que han provocado una división nacional que nunca, por la experiencia de Tabasco en los 90, se cerrará.
Hasta el viernes, López Obrador llevaba 546 mañaneras, ese inédito ejercicio donde ejerce el gobierno, predica, pontifica, disemina propaganda, divulga e informa, con palabras llenas de fuego. Ha invertido unos 58 mil 300 minutos –sobre la base de la estimación de duración de cada mañanera de SPIN Taller de Comunicación Política– en denunciar todo aquello que no está subordinado a sus creencias. Algunas veces le asiste la razón de fondo, no en la forma, y hay otras que sólo porque quiere y puede, ataca y difama. También hay muchas ocasiones, como en la tormenta de Salgado Macedonio que, en lugar de evitarla, se mete en ella y la hace propia.
Cualquiera puede ver la trilogía de mañaneras y observar su lenguaje de cuerpo, sus gesticulaciones, sus tonos y, sobre todo, sus gestos, para formar su propia opinión. López Obrador gobierna selectivamente. No hace política, echa pleito. No resuelve, complica las cosas. La polarización es lo que lo llevó a Palacio Nacional, pero ahora, aquello que lo benefició, lo perjudica. Eso lo calienta, y cuando un presidente se calienta y no tiene quién lo frene, se vuelve peligroso al abrir la puerta a la violencia y a todos los demonios que viajan con ella.