La moral es un conjunto de normas y costumbres que rigen el comportamiento del individuo. Esas normas y costumbres están empaquetadas en las sociedades en función de la identidad, territorio, idioma, cultura, historia y religión. Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón comparten esos parámetros, incluida su creencia en el mismo Dios. Sin embargo, parecería que es todo lo contrario, pues lo que es correcto en un caso para el presidente, es incorrecto cuando se refiere al expresidente; lo que no es corrupción sobre uno, lo es cuando se refiere al otro. La vara que mide los conflictos de interés y la honestidad difiere en tanto a quién o a quiénes se le aplican. El discurso moral en la política se convierte de esta forma en algo elástico y manipulable, una arma que golpea la fama pública o que inocula de cualquier sospecha.
La moral del presidente López Obrador es un chicle que empieza a pudrirse. Este lunes acusó a Calderón en su conferencia de prensa matutina de cosas como corrupción, tráfico de influencias y conflicto de interés, por el hecho de haber sido consejero de una empresa de energía que fue proveedora de la Comisión Federal de Electricidad. La consultoría fue real, y se dio cuatro años después de haber dejado la presidencia; es decir, superó por tres años el impedimento legal de no poder trabajar en nada que pudiera significar un conflicto de interés durante el primer año tras dejar el cargo público.
Minutos antes, cuando le preguntaron sobre la posibilidad de un conflicto de interés al haber nominado para la Suprema Corte de Justicia a tres mujeres con vinculaciones directas y profundas con él o Morena, el partido en el poder, respondió que no había ningún impedimento legal en ello. No se refirió en ningún momento al conflicto de interés al ser, dos de ellas, al menos, esposas de personas muy cercanas a él, Loretta Ortiz, de José Agustín Ortiz Pinchetti, que trabajó con él en el gobierno de la Ciudad de México y en campañas presidenciales, y Yasmín Esquivel, del empresario constructor y viejo consejero de López Obrador desde que hizo obras públicas en la capital federal, José María Riobóo.
Riobóo es el autor intelectual del asesinato del aeropuerto en Texcoco y promotor de construirlo en la Base Militar Aérea en Santa Lucía. Su oposición contra la obra en Texcoco tiene como antecedente que perdió la licitación para construir las pistas del nuevo aeropuerto, que marcó su cambio de querer ser parte de aquel proyecto de infraestructura, a evitar que se concretara. Riobóo alcanzó su objetivo, y logró que López Obrador nombrara a Sergio Samaniego, con quien trabajó largo tiempo, como el responsable de la obra en Santa Lucía. Samaniego, además, fue asesor de Esquivel en el Tribunal de Justicia Administrativa de la Cuidad de México.
Entonces, si Calderón tardó cuatro años en servir 24 meses como consejero de una empresa extranjera dedicada al negocio de la energía, incurrió en tráfico de influencias, corrupción y conflicto de interés. Si nomina López Obrador a Esquivel para la Suprema Corte, no hay conflicto de interés, ni tráfico de influencias ni, eventualmente, se abre la puerta a la corrupción. Se puede argumentar que en el caso de Esquivel, se constituye la existencia de cuando menos un conflicto de interés similar al que incurrió el expresidente Enrique Peña Nieto al permitir que la empresa Higa, de su amigo el constructor Juan Armando Hinojosa, sirviera de intermediario en la operación inmobiliaria de la casa blanca, propiedad de su exesposa Angélica Rivera. Peña Nieto nunca aceptó que en aquel caso hubiera un conflicto de interés. López Obrador ni siquiera se detiene a pensar en ello.
Peña Nieto se quedó corto frente al nivel que está alcanzando López Obrador en cuanto a conflicto de intereses. Higa no participaba en licitaciones federales –no así en el Estado de México cuando Peña Nieto era gobernador–, ni recibió contratos después de ello. En cambio, un empleado de Esquivel es el jefe de obra de Santa Lucía, que sustituyó al proyecto que descarriló Riobóo por motivos personales. En el caso de Calderón, ni siquiera aplica alguna de las acusaciones de López Obrador.
El presidente no mencionó el lunes, sino hasta el martes, que hubo un precedente, el de Ernesto Zedillo, también dentro de los plazos contemplados por la ley, consejero de una empresa de ferrocarriles que tenía intereses en México. Su subjetividad original había incurrido en un conflicto de interés por sí mismo, pues como presidente, Zedillo facilitó que por encima de la ley, porque no tenía la residencia, el tabasqueño contendiera por la gubernatura de la Ciudad de México.
López Obrador le ofreció una disculpa a Calderón por acusarlo de corrupto, pero insistió que si no había sido ilegal lo que hizo, sí era inmoral. El presidente está midiendo los conflictos de interés y el tráfico de influencias en función de sus creencias, y metiéndose en contradicciones. Las puede resolver, sin embargo, si le ordena a Morena que rechace su terna para la Suprema Corte, al caer en un conflicto de interés descarnado y descarado, que es imposible de no ver.
Si el presidente es serio, no sólo debe barrer la escalera de arriba hacia abajo, como dice que erradicará la corrupción, sino comenzar en su casa. El discurso no le alcanza para ser una persona íntegra. Su comportamiento es lo que lo definirá. Sus propios conflictos de interés son ilegítimos, no ilegales, pero si no los ataja, el camino estará allanado para que la corrupción, que tanto dice odiar, entre sin freno en su administración.