La cruzada que emprendió Andrés Manuel López Obrador en contra del huachicol tiene consecuencias inmediatas. Una, como dice, es que el robo del combustible se redujo al enfrentar a los huachicoleros. Otra, que tiene plazos distintos, es que si el combate es tan efectivo como lo asegura el presidente, el escenario de una respuesta violenta por parte del crimen organizado debe ser una prioridad. Las pérdidas económicas para quienes roban el combustible son cuantiosas –más de tres mil millones de pesos en menos de 15 días–, con lo que afecta fuertes intereses. Por ahora, la reacción de los criminales ante la acción gubernamental han sido sabotajes en ductos estratégicos, pero, ¿quién garantiza que sus acciones revanchistas no escalen directo a López Obrador?
Meterse con el crimen organizado en un negocio que es más redituable que el narcotráfico, cambia por completo su entorno y modifica el paradigma de López Obrador que para estar cerca del pueblo se despojó de la seguridad militar que cuidaba a los presidentes mexicanos, y se rodeó de un equipo de civiles, que aunque fueron entrenados en Israel, no tienen el número, alcance, o el trabajo de inteligencia que le permitía al Estado Mayor Presidencial anticipar riesgos, como cuando capturaron una célula del EPR que, escondida entre la maleza del Bosque de Tlalpan, querían capturar al presidente Ernesto Zedillo, que hacía ejercicio en ese lugar casi todas las mañanas.
Enfrentar enemigos tan grandes y escurridizos, sin prisa para tomar venganza, hace que la seguridad del presidente no sea un tema donde la única y última palabra la tiene Andrés Manuel López Obrador. Su seguridad es un tema demasiado serio para que no se le provea como jefe de Estado, ni es una discusión donde la necedad se imponga sobre los protocolos que deben de seguirse y reforzarse en torno a su figura. López Obrador es testarudo, pero el responsable de su seguridad, sus principales asesores y quien sea necesario sumar para hablar con él, deben hacerle ver que ya no es el activista, el agitador social o el candidato que puede ser laxo en su seguridad. Como presidente, esta dejadez significa irresponsabilidad. Y para quien está en su entorno y no le hable duro para confrontarlo con la realidad que vive desde que llegó a Palacio Nacional, en cualquier cosa que le suceda, será cómplice por omisión.
López Obrador no puede apelar a la ética y a la buena fe de los mexicanos, para que sean ellos quienes lo cuiden. Eso no existe ni en México ni en el mundo real. Hay gente de todo tipo, buena y mala en distintos grados, pero cuando se trata de actividades criminales, los riesgos se elevan sustancialmente en función de la solidez del Estado de derecho y los niveles de impunidad. Sería un pleonasmo hablar de la falta de lo primero y del superávit de lo segundo en México. Pero embarcarse en la cruzada contra los huachicoleros, no es pelearse con políticos, empresarios, periodistas o cualquier otra institución, donde la respuesta más violenta estará siempre en el entorno de la política.
Luchar frontalmente contra los criminales y afectar intereses económicos, ha llevado a López Obrador a adentrarse a un campo donde nunca estuvo. Haber caminado territorios controlados por el narco, como sucedió en la campaña presidencial, y haber transitado sin mayores problemas por retenes criminales en el norte del país, quedó en el pasado, cuando el enemigo no era él, sino los expresidentes Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón. En ese momento no representaba ningún riesgo para sus intereses económicos. De hecho, con el ofrecimiento de amnistía a narcotraficantes, se volvía un aliado inopinado para ellos. Eso ha cambiado radicalmente.
Como presidente, cuya primera decisión fue confrontarlos militarmente, López Obrador ha pasado a ser su principal enemigo. Más que Peña Nieto en el arranque de su gobierno, cuando dejó de combatirlos, y más que Calderón, que comenzó la guerra contra ellos de manera focalizada y gradual, López Obrador le declaró la guerra y llamó a los mexicanos a combatirlos y a repudiar el mercado ilegal de combustible robado. Su cruzada la hizo nacional.
Las resistencias, como ha dicho el presidente, son fuertes. Pero que no se equivoque, como parece estar haciendo en este momento. No sólo son los delincuentes de cuello blanco a los que está enfrentando; el crimen organizado juega un papel preponderante y central en este negocio. Dos cárteles están profundamente involucrados, Los Zetas y Jalisco Nueva Generación, que son los más violentos. Debe entender que si los está combatiendo con todo, no les deja puertas de salida. Si se cierra todo, para acabar con esos robos, los criminales responderán como no lo han hecho hasta ahora.
El presidente debe entender la dinámica que modificó de manera abrupta y entender el cambio que ello significa. Ser presidente implica que tiene que ceder libertades individuales, de acción y movimiento, porque tiene que ser responsable con el pueblo cuyo porvenir depende de él. Lo que le suceda al presidente no afecta sólo al entorno de López Obrador, sino a una nación entera. Un atentado generaría caos, zozobra e incertidumbre política, económica y social, nacional e internacional. Ni siquiera estamos constitucionalmente preparados para la ausencia súbita de un presidente. Esta es la externalidad que abrió su cruzada contra el huachicol.
Su seguridad es prioritaria. Pasó el tiempo del folclor y el discurso populachero. El presidente tomó riesgos y lo apoya la nación. Debe estar a la altura de su responsabilidad y asumir que el jefe de Estado mexicano requiere de protocolos de seguridad que protejan su vida por encima de todas las cosas.