Como en otras ocasiones, el presidente Andrés Manuel López Obrador fue llevado por la prensa a decir cosas que no están seguras, no existen o, incluso, ni siquiera hay intenciones verdaderas de hacer. El viernes dijo que "sería conveniente" una reunión con el presidente Donald Trump después del 7 de septiembre, luego que se cumpla el plazo de 90 días que dio el jefe de la Casa Blanca a México para que reduzca "drásticamente" la inmigración. López Obrador señaló que le gustaría tener ese encuentro como parte de un interés general, porque quisiera "procurar estas reuniones bilaterales" con él y otros jefes de Estado. Esto es falso.
López Obrador no sólo siempre dice que "la mejor política exterior es la política interior", sino que tiene una aversión al mundo. No lo entiende ni le interesa. No es algo nuevo, sino una constante en su carrera política. Su cosmogonía es local y no ve importancia real a desplegar un trabajo internacional. En el caso de Trump hay un matiz. Aunque en lo privado sus expresiones y la de sus colaboradores no son nada aduladoras, sino todo lo contrario, en público extrema precauciones para no confrontarlo. Una dependencia de más del 80 por ciento de la economía mexicana, injertada al aparato productivo de Estados Unidos desde mediados de los 90, es la razón. Poderosa, sin duda.
La declaración de su deseo de reunirse con él, no es cierta en estos momentos. Hubo un interés verdadero cuando habló en marzo con Jared Kushner, yerno y asesor especial de Trump –responsable de sólo dos relaciones con otros países, Israel y México–, a quien se lo sugirió. La respuesta fue –no es una cita textual–, que en ese momento no había condiciones para tal encuentro, por lo que plantear en la Casa Blanca una reunión bilateral, estaba fuera de discusión. Desde entonces no ha habido ningún acercamiento, de ninguna de las dos partes, para ir siquiera construyendo las condiciones para que hablen López Obrador y Trump.
Lo que mencionó el viernes sobre su interés para hablar con él después de septiembre, es una frase que se ajusta a la línea seguida por López Obrador para no confrontarlo o decir algo que pueda irritarlo. Colaboradores del presidente admiten que un encuentro con Trump, por lo menos en el corto plazo, no es deseable, y no está en el interés de nadie en Palacio Nacional. La consideración principal es que llevar a López Obrador con Trump es colocarlo en una posición que puede ser contraproducente porque es imposible saber cómo actuará el estadounidense, que suele romper acuerdos o ignorar a sus asesores. Está la experiencia cercana de cómo fue la relación personal con el expresidente Enrique Peña Nieto, que es algo que no quisieran que se repitiera con López Obrador.
Jugar ajedrez con Trump, quien suele utilizar ese tablero como línea de boliche, sería una estrategia más acuerpada si López Obrador entendiera que desarrollar una política internacional activa de su parte, le redundaría en beneficios para lidiar con el presidente estadounidense al ir logrando respaldo a su postura. No es suficiente que el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, sea el que vaya tejiendo esos apoyos en el mundo; los presidentes o jefes de Estado son quienes tienen que concretarlos. Pero la realpolitik, vigente desde los 70, cuando le echó por última vez una mirada al mundo, es algo que le es irrelevante, quizás, porque no lo entiende.
La mejor demostración de ello fue su falta de interés en asistir este año a las tomas de posesión de presidentes latinoamericanos –donde envió representantes de bajo perfil–, perdiendo la oportunidad para tejer lo que retóricamente dice anhelar, el liderazgo regional, o el haber desechado desde un principio acudir a la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno del G-20 en Osaka, a finales de este mes, donde dialogan las economías más importantes del mundo.
Colaboradores de López Obrador argumentan que no había mucho que hacer en el G-20 porque lo único importante iba a ser el resultado del encuentro que tengan Trump y el presidente chino Xi Jinping, lo cual ciertamente dominará el encuentro, pero bajo esa lógica reduccionista, no iría ninguno de los líderes que estarán en Osaka. López Obrador perdió la oportunidad de haber podido tener reuniones bilaterales y cabildear recursos para el desarrollo económico en Centroamérica.
El presidente de México no se siente cómodo en esos entornos. En realidad, no se siente a gusto en ningún ambiente que no domine o donde no sea el centro de atención. No habla nada fuera del español –aunque hay traductores– y tampoco ha tenido ningún roce o experiencia sustantiva, incluso a nivel privado, con el mundo. Pero, sobre todo, carece del interés y de la visión sobre lo que es la globalización, que la repudia a partir de una visión anacrónica de la interdependencia, donde juegan y buscan aprovechar sus ventajas líderes que son verdaderamente de izquierda sin recovecos analíticos sobre realidades que desaparecieron hace décadas.
López Obrador comete un error. Aislarse lo debilita. No lo ven así en el gobierno, donde tienen una visión sobredimensionada de lo que son. Un alto funcionario dijo que el no ir a Osaka enviará el mensaje de que no están de acuerdo con Trump y mostrará la molestia de López Obrador. Eso no sucederá. El que no vaya será interpretado de muchas maneras, pero esa no. El propio presidente desnuda la sumisión en la que se encuentra. En la conferencia del viernes dijo: "Nosotros estamos dispuestos a dialogar. Sí nos gustaría tener este encuentro, pero yo no fijo la agenda". Es decir, sí le gustaría, pero él no decide. Su agenda la maneja Trump, y él se ajusta a lo que le digan de Washington. Así no construye respeto. El presidente y el canciller tienen que revisar su estrategia porque el camino que siguen no los beneficiará.