La muerte en México ha pasado a ser una estadística. Estamos tan expuestos a convivir con la violencia, en la vida cotidiana o a través de la mirada de los medios de comunicación, que alcanzamos niveles de insensibilidad y déficit agudo de asombro. Nos parece tan normal la violencia en la que estamos inmersos –no distantes o ajenos–, que las escenas más dantescas han convertido el horror en memes. Preferimos fugarnos a enfrentarlo. Lo vemos bajo el prisma de la nota roja, no de una sociedad enferma que ha sido instrumental de grupos de interés, que durante años han logrado aniquilar el principio del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado.
Lo vimos en Tlahuelilpan en enero, donde militares y policías federales fueron testigos de cómo decenas de personas estaban suicidándose al robar combustible de un ducto, porque les prohibieron intervenir ante el temor de provocar violencia. La inacción dejó un saldo de 154 personas muertas. No aprendemos, como lo acabamos de ver en Cohuecan y Tepexco, municipios poblanos en la puerta de la región Mixteca, donde, durante 10 horas de este miércoles, la furia se apoderó de esa comunidad que cazó personas que acusaron de secuestradores. Al final de la jornada, siete nombres quedaron en el registro de las muertes que podrían haberse evitado.
La pregunta ya no es a dónde hemos llegado, sino para dónde vamos. La cronología de la masacre, publicada por el diario digital Cambio de Puebla, da cuenta de un Estado fallido, donde las autoridad, para efectos de su responsabilidad, fue inexistente, y la fuerza militar de la Guardia Nacional o las fuerzas federales no intimidaron a nadie, pese a que en algún momento llegaron a tener 148 elementos en la zona de violencia.
La bitácora de la barbarie empieza a las 10 y media de la mañana, cuando en el municipio de Tepexco, vecino de Cohuecan, cuatro personas privaron de su libertad a un hombre de aproximadamente 61 años de edad, identificado por Cambio como un ganadero local. A las 11 de la mañana con 17 minutos, sigue la crónica, la Policía Municipal fue alertada por un vecino sobre lo que sucedió, y pidieron refuerzos a sus colegas de Cohuecan, al dirigirse hacia ese municipio los atacantes. Encontraron al ganadero –aún no está claro si vivo o muerto–, pero no alcanzaron a dos de los secuestradores, que huyeron por una barranca. Los otros dos detuvieron a una persona que pasaba por ahí en su camioneta. Al negarse a entregarse, le dispararon un tiro en la cabeza.
A las 12 del día y 23 minutos, según la crónica, 40 personas de la Junta Auxiliar –la autoridad comunitaria– de Los Reyes Teolco, se sumaron a la búsqueda y captura de dos de los secuestradores, a quienes en modo turba comenzaron a golpear. Habían oído que el ganadero estaba muerto, por lo que se negaron a entregarlos a las autoridades policiales. Cuarenta y tres minutos después, tomaron la justicia en sus manos y los colgaron de un tablero de basquetbol frente a la presidencia municipal de Tepexco. Ya había 250 vecinos en el lugar, que dijeron que sólo bajarían los cuerpos para quemarlos.
Cuarenta y un minutos después llegaron 72 refuerzos policiales municipales, la Policía Estatal y un grupo pequeño de la Guardia Nacional. Ni así entregaron los cuerpos. Las policías querían persuadirlos a que se los entregaran, pero los pobladores continuaron el avasallamiento de la autoridad. En esas estaban cuando los pobladores notaron que dos personas se escondían a orilla de la carretera y rápidamente los señalaron y juzgaron como secuestradores. La Policía Municipal los llevó a la comandancia municipal de Tepexco, pero la turba enajenada los sacó de la instalación sin que nadie se les opusiera, y ahí mismo los golpeó hasta matarlos.
A las tres y media de la tarde, un hombre llegó a Tepexco y dijo que los dos últimos linchados trabajaban con él. Sin mayor explicación, lo acusaron de ser el líder de la banda de los secuestradores, lo tundieron a golpes y lo colgaron. Las autoridades no resolvían nada. La calma pareció llegar a esa región mixteca, mientras las autoridades aseguraban que se habían aplicado correctamente los protocolos sobre linchamientos, pero que como la gente estaba muy enojada y había gente armada, optaron por no actuar.
Abiertamente, la autoridad claudicaba de su responsabilidad primaria, proveer seguridad. Para que no sucediera algo más, desplegaron Guardia Nacional, Policía Estatal y municipales. Poco sirvió. Entre las ocho y media y las nueve de la noche, vecinos de Cohuecan y Tepexco, que no habían dejado de buscar a los llamados secuestradores, los encontraron en una barranca, los golpearon y los colgaron. La Guardia Nacional y las policías estatales y municipales les habían dejado libre la noche para la cacería, porque, como los vieron descontrolados, se replegaron.
La capacidad de fuerza policial era muy superior a la de los mixtecos enajenados, pero la instrucción fue no actuar para evitar actos que lamentar. Decisiones políticas que no protegen vidas. No es novedad. Hace muchos años que el gobierno perdió el uso legítimo de la fuerza, que es un derecho único, y es rehén gente como la de Cohuecan y Tepexco. Cuando se apoya el uso legítimo de la fuerza –que está regulado y se sanciona el abuso–, la respuesta colectiva es que es un acto de represión. Es falso. La interpretación es amañada e ignorante, pero sirve políticamente, a costa de muertos y proliferación de linchamientos. Muchos piensan que es mejor ese costo que el que pueda significar evitarlo. Seguiremos apáticos frente a este horror. Ya cambiaremos cuando este crimen nos pegue cerca de casa.