Lidiar con una persona como Andrés Manuel López Obrador nunca ha sido sencillo, como lo saben quienes lo han tratado por años. Lidiar con él como líder de la izquierda social o candidato, era una cosa, porque los errores y aciertos que cometía o lograba por su impermeabilidad, repercutían únicamente en él y en un grupo limitado. Lidiar con él como presidente de México tiene otra dimensión, porque sus errores y aciertos lo trascienden, y afectan o benefician a millones de personas. Ahora, quienes están cerca del poder y de la toma de decisiones están viviendo lo que afuera apenas se ve, la agudización de las contradicciones de un gobierno que está afrontando dos crisis en medio de su crisis.
López Obrador no puede describirse de otra forma que no sea como un político bipolar, que exprime a quienes están cerca de él y los engaña abiertamente, administrando expectativas que nunca van a llegar. El caso más claro es el de Alfonso Romo, jefe de la Oficina de la Presidencia, cuyo nombre ha figurado en la prensa en los últimos días como el primero en la lista de los que, decepcionados por la forma como gobierna el Presidente, piensan que ya no hay nada que hacer. Seguir con él, estiman cercanos a él, es un desgaste que no lleva a ningún puerto seguro. La idea de que sólo desde adentro se podrían cambiar las cosas ha cambiado: no se pueden hacer las cosas desde adentro porque el que toma las decisiones adentro no quiere cambiar.
Hace dos años Romo confió a sus cercanos su decisión de irse por el maltrato del Presidente y los obstáculos que enfrentaba para poder llevar a cabo las funciones que le había encargado López Obrador. En ese entonces sus choques eran con el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, que, visto a distancia, aquello era motivado por la lucha de poder en Palacio Nacional. Ambos, con diferentes enfoques y aproximaciones, coincidían en el crecimiento como motor de desarrollo, y en la necesidad de ser acompañados por el sector privado.
Urzúa cayó al poco tiempo al enfrentarse con López Obrador, cuando del Plan Nacional de Desarrollo salió un panfleto ideológico, sin sustento técnico ni legal. Menos ambicioso que Urzúa, su sucesor Arturo Herrera, trabajó mejor con Romo, quien encontró rápidamente un muro infranqueable en la secretaria de Energía, Rocío Nahle, que ha sido la mejor intérprete de las obsesiones de López Obrador en materia petrolera, y de su repudio al sector privado, y quien ha dinamitado todo lo que, esquizofrénicamente por otra parte, el Presidente le pide a Romo que haga.
Si Nahle ha saboteado los proyectos de Romo aprobados por el Presidente, no es creíble que la secretaria de Energía lo haga por cuenta y riesgo propios. Si ella, que es una acatadora sumisa de ocurrencias de López Obrador, el bloqueo a Romo puede entenderse no como una orden directa del Presidente, pero sí como una acción que cuenta con su aval. El tema energético es lo que propició el quiebre final de Romo con el Presidente.
Durante el año pasado, por instrucciones presidenciales, Romo trabajó con el sector privado un programa de inversiones, que quedó listo para presentarse, con 165 mil millones de dólares comprometidos, en enero. Nahle no lo aprobó –ni siquiera se sabe si lo revisó–, y el Presidente la apoyó. Romo recibió la autorización de López Obrador de trabajar los farmouts en el sector energético, y una vez más se cruzó la secretaria de Energía para impedirlo. Se volvió a programar el anuncio en la Convención Nacional Bancaria a mediados de marzo, pero nuevamente se pospuso. Desde entonces se ha venido aplazando de una semana a otra el anuncio del programa.
Romo no está de acuerdo con la construcción de Dos Bocas, ni con la forma como están dándole vida artificial a Pemex, ni en la manera como tratan al sector privado. El enfrentamiento con Nahle es con el Presidente. El último desgaste que tuvo con él fue a propósito del plan de reactivación económica que le propuso al Consejo Coordinador Empresarial y que el Presidente rechazó, sin siquiera considerar algunos de los puntos que plantearon, lo que provocó el distanciamiento del sector privado y López Obrador.
Tejer la relación con el sector privado era la gran asignación de López Obrador para Romo, y ha sido el mismo Presidente quien rompió los puentes. López Obrador vive una bipolaridad política, donde se cruzan sus responsabilidades como jefe de Estado y su alma vengativa, sus dichos públicos y sus acciones privadas, sus resentimientos inocultables y sus afanes vengativos. Romo quedó en medio de esos trastornos extremos que se perciben a diario en Palacio Nacional.
Romo ha pasado buena parte de la cuarentena en Monterrey y viaja a la Ciudad de México cuando lo ha considerado necesario, como recientemente, cuando voló sólo para una cena con el Presidente para hablar sobre la consulta en Mexicali donde pidieron la cancelación de la planta cervecera de Constellation Brands. López Obrador le dijo, de acuerdo con personas que conocieron de la plática, que le pediría a la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, que viera de qué forma podría revertirse. Sin embargo, pocos días después, el Presidente elogió la decisión de la consulta. López Obrador es consistente en sus engaños.
El desánimo de Romo se ha ido acrecentando, pese a todo el bálsamo que le unta López Obrador. Tanta es la confianza personal que le tiene, dice una persona cercana al jefe de Oficina, que incluso le llegó a ofrecer la cartera de Hacienda. Romo declinó. Está más fuera del gobierno que dentro, y la decisión que debe enfrentar en este momento no es cuándo presenta su renuncia, sino cuándo la hace efectiva.