El fin de semana sucedieron eventos en Michoacán de suma gravedad. En La Huacana, sometieron a una docena de soldados y los vejaron para exigir que les devolvieran armas incautadas. En Zamora, decenas de camionetas que llevaban pintado en sus costados las siglas del Cártel Jalisco Nueva Generación, asolaron la ciudad y mataron policías en un desfile de poder y desafío al Estado mexicano. Lo hicieron porque quisieron y porque pudieron. Si usted se pregunta en dónde estaba el Presidente, que tendría que haber actuado, la respuesta es: gritando que todos los males son culpa de la corrupción, dando clases extraordinariamente fallidas de historia, y comiendo barbacoa.
Esto es inadmisible. Su indiferencia revela irresponsabilidad. Las Fuerzas Armadas son la última frontera de la seguridad nacional y no se puede permitir que sean humilladas de la forma como lo fueron en La Huacana. Su sometimiento es una subordinación del Estado mexicano ante criminales y la claudicación de su papel de garante de la seguridad de todos. El abandono del gobierno del Ejército y el acotamiento que se hace a su labor debilita a esa institución, al país, y deja a la intemperie a una sociedad que está padeciendo los niveles de inseguridad y violencia más altos desde que se tiene registro. El vacío gubernamental lo llenan los cárteles de las drogas y las pandillas.
Zamora es el ejemplo. En la madrugada del domingo alrededor de 30 camionetas, presumiblemente del CJNG, entraron en esa importante ciudad para sembrar terror y atacar objetivos precisos de funcionarios del ayuntamiento y el hospital regional. Dispararon contra policías municipales e incendiaron vehículos, durante el tiempo en que fueron los dueños de todo. Zamora tiene 400 policías municipales, divididos en tres turnos, por lo que a la llegada del convoy probablemente estaban trabajando máximo unos 133 elementos. Si resultaron cuatro policías muertos y siete lesionados, significa, de acuerdo con este cálculo empírico, que casi el 10 por ciento de la fuerza policial municipal fue víctima de los criminales, que debieron haber sumado cuando menos unos 200 atacantes.
No necesariamente los agresores pertenecen al mismo grupo. En Zamora sí opera el CJNG, legado del Cártel de los Hermanos Beltrán Leyva, que hasta 2008 eran los responsables del tráfico de metanfetaminas en toda esa región del Cártel del Pacífico. La Huacana se encuentra en Tierra Caliente, en la zona de Apatzingán, donde pelean por el control de esa zona el CJNG, Los Caballeros Templarios y la banda de Los Viagras, un grupo de ocho hermanos que fueron sus aliados y ahora luchan por el control del tráfico de drogas sintéticas. La captura de los militares de la Quinta Compañía de Infantería No Encuadrada fue para exigirles que les devolvieran las armas que habían incautado durante un operativo, entre ellas una Barrett, que es una arma reglamentaria de las fuerzas especiales de varios ejércitos del mundo.
Era casi pedirles que les regresaran sus armas para que los mataran. La descripción no está alejada de la realidad. El presidente López Obrador ha hecho diversas propuestas, dentro de su idea de estrategia de seguridad pública, como atacar las causas socioeconómicas –solución de largo plazo–, porque no hay mexicanos malos sino que en realidad son buenos y necesitan ser encauzados –principio moral equívoco–, con el planteamiento de fondo de dar abrazos en lugar de tirar balazos –utopía política. Su plan de mediano y largo plazo es que no combatirá a los cárteles de las drogas ni a las bandas –salvo que se le crucen, como sucedió en La Huacana–, y en su plan nacional piensa concederles amnistía para que se reintegren a la sociedad, como parte de la reconciliación.
Todos los días, en una buena parte del país, los cárteles y las bandas criminales se ríen de él en la práctica. Mientras no los toca ni en el discurso, avanzan territorialmente y arrebatan espacios a las instituciones. La falta de reflejos del Presidente en el tema de la seguridad, o su silencio porque no tiene respuestas concretas que dar, crean estos vacíos en donde los grupos criminales se mueven sin alteración ni preocupación de que el gobierno federal salga a enfrentarlos. Los adversarios de los criminales son los criminales, no las fuerzas federales que, por omisión y comisión, se han vuelto involuntarios cómplices de la violencia.
Este lunes fue el mejor ejemplo de esta proposición. Durante la conferencia de prensa matinal en Palacio Nacional, le preguntaron que si ante los eventos en Michoacán adelantaría la llegada de la Guardia Nacional a ese estado. López Obrador divagó. Sin tener conexión absoluta con el tema en referencia, reiteró lo que ha estado diciendo en los últimos días sobre el abasto de las medicinas y lo que estaba haciendo su gobierno. Al final, ambiguamente, dijo que se estaba trabajando en ello. ¿En qué? Quién sabe qué pasaba en ese momento por la cabeza del Presidente.
Así ni se puede ni se debe. La tolerancia presidencial para que cualquier grupo pueda enfrentar y humillar a las Fuerzas Armadas debilita al Ejército, y lo debilita a él como jefe del Ejecutivo y comandante en jefe castrense. ¿Con qué autoridad puede hablarle a los militares cuando permite que los humillen? López Obrador ha entregado la seguridad pública a las Fuerzas Armadas, pero este tipo de laxitud e indiferencia política muestran que en el fondo no hay el respaldo que afirma tener para con ellas. El doble discurso presidencial beneficia a criminales, no respalda a las Fuerzas Armadas. El vacío que deja con ello hace dudar de quién realmente manda en el país, si el Presidente constitucional o los cárteles de la droga.