Olga Sánchez Cordero ha vivido largos meses con respiración política artificial. Desde las últimas semanas de la transición, el entonces presidente electo Andrés Manuel López Obrador se hartó de ella y dejó de responderle sus mensajes en WhatsApp. La indiferencia continuó en el gobierno y Sánchez Cordero renunció como secretaria de Gobernación, pero no se la aceptaron. Era el arranque del nuevo gobierno y, además, López Obrador no cesa a nadie. Pero hubiera sido mejor para su imagen haber salido del gabinete, porque quedándose alcanzó su Principio de Peter, cometiendo pifias y aceptando el denigrante papel de secretaria de Estado con calidad de florero, porque es disfuncional para el gobierno.
En las últimas semanas han circulado versiones de su salida de Gobernación. Nada perdería el gobierno, mucho menos el país, y lo más excitante sería el morbo de quién llegaría. Para efectos prácticos de una renovación en Bucareli, es irrelevante lo que suceda con ella. Como se ha mencionado en este espacio, los cambios de gabinete carecen de sentido si no son un golpe de timón y conllevan un cambio de política, lo que en la lógica de López Obrador, nunca sucederá porque dice públicamente que las cosas van de manera inmejorable.
Incluso, parecería un error relevar a Sánchez Cordero porque ella no le genera problemas –salvo por sus intrigas palaciegas– porque no se encarga de prácticamente nada, fuera de la agenda de género, y sus funciones las realizan otros funcionarios. Una nueva persona al frente de Gobernación podría significar un problema para el Presidente, pues probablemente querría fungir como titular de manera auténtica y funcional. Sin embargo, hay que hacer hoy un replanteamiento sobre su permanencia en Bucareli, ante la posibilidad de que su estancia en Gobernación se convierta en una potencial desgracia para el país.
Un régimen presidencialista como el mexicano, siempre debe tener escenarios sobre lo que pueda suceder con el jefe del Ejecutivo, en relación con su presencia o falta absoluta. Nadie tiene garantizado el futuro, por más que retóricamente así se afirme, o por más ataques y críticas que se hagan con quienes plantean todo el abanico de medidas que tienen que ser consideradas ante una eventualidad que, no por indeseable, deba ser ignorada como razón de Estado.
En algunos sistemas presidenciales, como el estadounidense, sobre el cual se ha moldeado el mexicano, existen provisiones claras en caso de falta absoluta, por lo que es tan importante la decisión sobre la vicepresidencia, cuyo titular sería el o la relevo del presidente. En el caso mexicano se han venido dando adecuaciones al artículo 84 constitucional, donde en caso de falta absoluta del presidente de la República, quien encabece la Secretaría de Gobernación asume provisionalmente el cargo, en tanto el Congreso nombra al presidente interino –si es antes de cumplirse los dos primeros años en el cargo–, o sustituto, si es después de ese periodo.
En ambos casos, las disposiciones legales establecen que con un mínimo de las dos terceras partes del Senado y la Cámara de Diputados, el Congreso de la Unión se constituiría inmediatamente en Colegio Electoral, y nombraría en voto secreto y por mayoría absoluta, al presidente interino o sustituto. En paralelo, el Congreso de la Unión tendría que expedir dentro de un plazo no mayor a 10 días, la convocatoria para una nueva elección presidencial no antes de siete meses, ni después de nueve. La ley acota al presidente interino o sustituto de hacer cambios mayores en el gobierno, lo que no significa, empero, que sólo ocuparía el cargo para administrar el país durante ese periodo.
Quien asuma la primera magistratura tendría necesariamente que gobernar y tomar decisiones. En esta eventualidad, ante la falta absoluta del Presidente, Sánchez Cordero ocuparía el cargo. Y es aquí donde está la aberración. La secretaria que ocupa la secretaría que administra y ejecuta el poder presidencial, es proporcionalmente la secretaria más maltratada, humillada e ignorada por López Obrador.
Sánchez Cordero es una especie de token, donde simula que es la responsable de la política interior, a la que, sin embargo, nadie le hace caso. Y cuando se ha metido, se ha equivocado. Sus funciones las hacen el consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer; el secretario particular del presidente, Alejandro Esquer; el canciller Marcelo Ebrard, y el líder de Morena en el Senado, Ricardo Monreal. Ante esta realidad objetiva, es una irresponsabilidad de López Obrador y una falta de visión estratégica, mantenerla en el cargo.
La secretaria ha dado muestras de incompetencia política. Siete o nueve meses con ella al frente del gobierno no podrían ser, sino seguro serían de anarquía ante sus deficiencias de mando, su inexperiencia y el equipo de incondicionales que la rodea, como su protegido, el exsubsecretario Ricardo Peralta, que salió de Aduanas en medio de sospechas de corrupción, y de Gobernación, por problemas similares en el área de rifas y después de hacer acuerdos con Los Zetas y el Cártel Jalisco Nueva Generación, que justificó alegando que con quienes habló ya no eran narcotraficantes. López Obrador también le tiene desconfianza tras haberse descubierto que era gestora de empresarios en temas que van en contra de la agenda presidencial, particularmente en el tema de telecomunicaciones.
López Obrador no puede descansar en ella la eventualidad indeseada, pero que necesariamente, por razones de Estado, tiene que plantearse. Sánchez Cordero no tiene el tamaño, demostrado en el despacho de Gobernación donde llegó al límite de su incompetencia. El Presidente necesita un o una segunda de a bordo, en ese escenario hipotético, que pueda mantener al país y su proyecto de transformación. Cuenta con esas personas en su entorno, con las capacidades que se requieren y la lealtad probada. Lo único que falta es que piense alto y lejos, parafraseando a José Ortega y Gasset, y que vea al país más allá de sí mismo.