Sobreaviso

Golpe a golpe...

Más de un actor y analista político está hablando con ligereza e irresponsabilidad de afanes golpistas y, así, a golpes están abriendo la puerta al desbordamiento y, quizá, a la violencia.

El título de esta columna no alude al coro de Cantares, el homenaje de Joan Manuel Serrat al poeta Antonio Machado. No, para nada. Se refiere a la ligereza con que destacados actores y analistas políticos denuncian la intención de dar un golpe de Estado, técnico o rudo, suave o duro, parcial o entero.

Por su experiencia y formación política o académica, ninguno de ellos puede ignorar la gravedad de usar tan irresponsablemente el concepto, negar la desproporción de calificar acciones y reacciones como intentos golpistas o eludir la insensatez de cocinar un caldo de cultivo que, en su hervor, caliente a los ultras de un bando o del otro y los anime a echar mano de la violencia para, ya, de una vez lo que sea que suene.

Cuidado, golpe a golpe, exagerando posturas, avanzan hacia una realidad atroz: frustrar un cambio sin ruptura y alentar una ruptura sin cambio. Síganle, fracturado y detenido este crispado tiempo mexicano, el gran debate final será determinar quién tuvo más culpa, mientras se pierde la oportunidad de darle perspectiva al país.

Si de por sí es peligroso acusar intentos golpistas en un país dividido y polarizado, hacerlo en temporada electoral –esto es, cuando las diferencias se subrayan– es tentar la posibilidad de que algún grupo o individuo se sienta llamado a poner fin a la incertidumbre y, aun cuando la certeza resulte funesta, celebrar que por fin esté claro a qué atenerse.

Hace veintisiete años, 1994, el país experimentó uno de sus más tristes y dolorosos episodios. Vivió las consecuencias de generar una atmósfera de violencia política y resentimiento social. Un levantamiento armado, una serie de magnicidios y, luego, una profunda crisis económica que costó años y mucho trabajo remontar.

Jugar a pasar de la incertidumbre electoral a la inestabilidad política y, de ahí, a a la posibilidad de hundir, una vez más, al país en una crisis económica y social corresponde a canallas, no a supuestos demócratas.

Es increíble la desmesura y la exageración adoptadas en actitudes, posturas y expresiones políticas. Arden bajo los pies las tribunas donde se asumen esas conductas y se formulan esos pronunciamientos.

Dice el presidente de la República que, si de nuevo, el instituto electoral lo insta a no abordar temas relacionados con la contienda en curso, se le estaría dando “un golpe de Estado técnico”, mientras su partido lincha en un spot a los consejeros Lorenzo Córdova y Ciro Murayama. Del otro lado, aun cuando el trámite legislativo de la reforma que pretende prorrogar la presidencia de Arturo Zaldívar en la Suprema Corte y el Consejo Judicatura no ha concluido –al menos, al entregar este texto, ello no había ocurrido–, más de un analista ya condenó al ministro presidente por guardar silencio y acerca la tea de su inflamado discurso a la hoguera, donde quieren incinerarlo por cómplice y traidor. Para qué esperar, si se le puede ajusticiar por adelantado.

Es tal la desmesura que la inoculación de un ciudadano con una jeringa vacía incendia el debate nacional, sin considerar si no fue el simple error de una enfermera. Montaje siniestro de los conservadores, clama el Ejecutivo; clara expresión de la política criminal del gobierno, sostienen los críticos.

Exageran el Ejecutivo y su orquesta tanto como una buena porción de analistas acompañados por la banda de especialistas que, en realidad, escudan intereses y, en ese ambiente, donde más de un medio de comunicación se ha vuelto parte de propaganda, unos y otros exponen a la nación a una circunstancia peor que la prevaleciente.

Poco importa en la exageración, confundir a los actores y al acto de un golpe de Estado y argumentar, desde la respectiva postura, que se actúa en defensa de la democracia, de la verdadera democracia desde luego, porque urge frenar –si se puede eliminar, mejor– al contrario, siendo que el día después de la elección tendrán que verse la cara de nuevo.

Unos aseguran ir en pos del paraíso perdido hace algunas décadas y otros al rescate de la quinta maravilla construida apenas unos años atrás. Ambos saben, sin embargo, que el pasado remoto o reciente no puede ser el futuro. Saben también que tanto ayer como hoy se legisló con los pies y a partir de la fuerza o la transa, no del acuerdo. Y, por lo mismo, varios organismos autónomos se diseñaron mal y, pese a los años transcurridos, no se han consolidado como instituciones respetadas y respetables. Su prestigio depende no de su fortaleza, sino de la ética de la responsabilidad de sus titulares. Se invirtieron los términos, aquí, las instituciones dependen de las personas, no las personas de ellas.

Y mientras, en el marco de la ligereza y la irresponsabilidad con que ambos bandos entrecruzan acusaciones sobre en quién habita un espíritu golpista, el Estado se debilita, los bosques se incendian, la inflación amaga de nuevo, los lagos se secan, la contaminación aumenta, la desconfianza espanta a las inversiones, el crimen bota candidatos, la pandemia amenaza con repuntar y el iris del ojo tiembla ante el nuevo padrón de usuarios de la telefonía móvil… vamos, mientras la realidad plantea un cuadro complejo e insta a revisar el régimen político y el modelo económico a partir de un acuerdo nacional y no de un pacto cupular, ese asunto no aparece en el debate.

Empeñarse en tratar con ligereza e irresponsabilidad la circunstancia nacional y atizar la división y la polarización dará lugar a un absurdo. Los destacados actores y analistas ansiosos por denunciar el golpismo del otro se asombrarán de algo que ya no puede causarles sorpresa: abrir golpe a golpe la puerta al desbordamiento y, quizá, a la violencia. Más vale dejar la exageración.



COLUMNAS ANTERIORES

¿Cuidar u operar el legado?
Pintando la raya

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.