Por fin se va despejando el panorama. Se va decantando de más en más qué gusta y disgusta a la mayoría de los políticos mexicanos.
Ganar elecciones, no conquistar gobiernos. Servirse de la ciudadanía, no servirla. Ordenar, no decir mande. Politizar, no hacer política. Alternarse en el poder, no ejercerlo con inteligencia. Alegar, no argumentar. Denunciar, no actuar. Transar, no acordar. Resbalar responsabilidades, no asumirlas. Adjetivar, no sustantivar el discurso y la práctica. Cambiar leyes, no cumplirlas. Hablar, no escuchar. Administrar la superficie, no dominar el territorio. Andar del tingo al tango, no caminar con dirección cierta. Ser honrados, no honestos. Adorar el pasado reciente o remoto, sin sentir nostalgia por el futuro…
Asimismo, les deleita oír sin emoción el toque de silencio, izar la bandera a media asta y guardar cuantas veces sea necesario un minuto de silencio, sin quedarse callados. Y, es debido reconocerlo, la inmensa mayoría de ellos son incluyentes: en periodo electoral, dejan al crimen botar –sí, con ‘b’ labial– sin miedo y con plomo, aunque no cuente con credencial de elector ni registro como partido. Vamos, no promueven, pero sí toleran la participación criminal.
Eso sí, tienen un defecto. Son malos para la aritmética, restan cuando hay que sumar, dividen cuando hay que multiplicar. Y, por lo mismo, no tienen muy claro cuánto dura un sexenio, los tienta alargarlo, pero cada vez lo acortan más.
Provoca repelús la clase política mexicana, pero es mejor conocerla. A ver cómo le va a la clase dirigente cuando la gente salga del confinamiento y cómo le va a la democracia pospandémica.
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Ese perfil de la élite política revela un fraude constante y persistente al electorado: no acatar el mandato ciudadano.
Desde 1997 hasta 2018, esto es, en siete elecciones a lo largo de veintiún años, la ciudadanía intentó a través del gobierno dividido –el Poder Ejecutivo en unas manos y el Legislativo en otras– obligar la negociación política y, a partir de ella, la construcción de acuerdos, a fin de enriquecer las grandes decisiones nacionales y darle perspectiva al país. Una y otra vez, los gobiernos en turno desatendieron el dictado de las urnas y abdicaron de la política.
Vicente Fox se durmió en sus magueyes y, a los tres años, le dijo a la ciudadanía: “quítale el freno al cambio”. Como quien dice, no voy a entrarle a hacer política, alinea el voto o hazle cómo quieras. Bien pudo solicitar al Congreso inscribir en letras de latón: el Ejecutivo propone, el Legislativo dispone y, así, nadie pone.
Con peor estilo y menos capacidades, Felipe Calderón optó por mandar iniciativas al Congreso o emprender acciones y dejarlas a la intemperie. Sin legitimidad ni equipo, imposible hacer política. El priista Manlio Fabio Beltrones le fijaba la agenda y, de nuevo, la idea de negociar y acordar se fue al cesto de la basura. De nuevo, la política se vio ensombrecida.
Con renovados bríos priistas, Enrique Peña Nieto reimpulsó la escuela del poder con cuna en Atlacomulco. En vez de abrir, cerró la política. Para qué debatir, consultar, negociar o acordar, si emprender reformas sólo exigía llegar a arreglos con las cúpulas partidistas y, entonces, unas reformas se canjearon por otras echando a perder algunas (tal fue el caso de la fiscal y la político-electoral) y, donde eso no se pudo, cuestión de otorgar prebendas, ofrecer posiciones o repartir sobornos. Asunto, como se decía entonces, de cuates y cuotas. Ni necesidad de hacer política y, por lo mismo, ni por qué atender el mandato de las urnas.
Los que integraron ayer el pacto, son los mismos que hoy quieren causar impacto, cuando origen es destino.
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Veintiún años después, la ciudadanía o la mayoría de ella optó por ensayar la otra fórmula: la del gobierno alineado, el Poder Ejecutivo en unas manos y el Legislativo también. Reacios a hacer política, el electorado regresó a los políticos al punto de partida.
En 2018, se aceptó el resultado electoral, pero no la consecuencia política y sobrevino el choque y el atrincheramiento. Otra vez, reticentes a poner en práctica su presunto oficio, diciéndose profesionales de él: unos imponen y otros oponen, mientras el país se detiene. El resultado no es el empate, el empantanamiento es el resultado. En medio del tironeo, llegó la pandemia que complicó aún más la situación. Aun así, ni asomo de la política.
De un lado, el mandato se tomó como una licencia sin límite a partir de una interpretación singular. De otro lado, la resistencia se asumió como un credo, un dogma inamovible. El denominador común de ambas posturas: nada qué negociar ni acordar. En tal situación, la Corte paga los platos por la ausencia de la política y el Parlamento. A ver si no colapsa.
El país, urgido por retomar un mejor y más cierto ritmo económico, aguarda ahora las elecciones como la clave para destrabar la circunstancia. Pero sin política, no hay llave que embone en la cerradura y sorprendentemente los políticos no la echan de menos. Ese es un fraude.
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Va el país de nuevo a las urnas en medio de un cuadro terrible, con una economía tembeleque.
Los consejeros y los jueces electorales disminuidos. La violencia criminal y política sin rienda. Los actores políticos con el cuchillo entre los dientes. Y el electorado ansioso por cobrar en las urnas tanto lo ocurrido como lo no sucedido a lo largo de años.
Y justamente la jornada electoral marca el desconfinamiento de la gente no para encontrarse con la nueva normalidad, sino con la vieja anormalidad… A ver con qué humor social se topan los políticos que, diciéndose tales, nomás no les gusta hacer política, y una y otra vez defraudan al electorado.