Quienes aspiran a hacer suya la candidatura presidencial de Morena han de estar preocupados. Enredos y traspiés de su jefe y líder, del gobierno, así como del partido pueden impactar su anhelo.
Si estos primeros días del año son las cabañuelas políticas –y, como tales, anticipan el resto del año–, las corcholatas del mandatario están frente un problema sin posibilidad de hacer gran cosa, excepto en aliviar su angustia y posibilidad en la incapacidad opositora de entender la circunstancia y actuar en consecuencia.
No sobra decirlo, una corcholata sin envase ni destapador pierde sentido.
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El presidente López Obrador conserva el poder, pero no está claro si el control y la capacidad de atender tantos frentes abiertos. El instinto, sensibilidad y olfato político de los cuales ha hecho gala, se echan de menos. Síntomas de fatiga, desesperación y malhumor refleja a veces su rostro.
En tal condición, la actuación presidencial afecta a quienes pretenden sucederlo, que no son tantos como se supone. Y, en ese juego, aflora una contradicción, el Ejecutivo precipitó la sucesión sin abrirle espacio en el terreno, sin dar un paso de costado así fuera pequeño. El reiterado afán de presumir el segundo lugar de popularidad entre los mandatarios del mundo evidencia un absurdo: echó a andar la sucesión sin el menor deseo de soltar los trastes del poder. ¿Para qué acelerar el juego sin ganas de dejar la cancha?
Ese interés por la popularidad –la pretendida ratificación del mandato corre en esa dirección– tiene por contraparte el desinterés por la eficacia del gobierno. Día a día, la conferencia presidencial matutina cumple, entre otros propósitos, el de cuidar y mantener arriba la presencia del mandatario en el ánimo popular. Esa atención, sin embargo, no se presta a la eficacia del gobierno.
Con brío y tenacidad, pie a tierra si es posible, el mandatario supervisa el desarrollo, avance y ritmo de las obras emblemáticas de su gestión, resuelto a entregarlas a tiempo, cuesten lo que cuesten y sin importar mucho su viabilidad. En contraste, ese rigor y celo no aplica en acciones, políticas y programas que benefician o perjudican a distintos sectores sociales. No se les atiende con igual intensidad ni se les dedica horas de escritorio para asegurar su tino y pertinencia. De un lado el monumento, del otro la monserga de la función presidencial, y ahí es donde menoscaba la posibilidad de quien finalmente pretenda sucederlo.
El desdén por movimientos y causas ajenos al interés presidencial. El maltrato a los profesionales con desempeño en el sector privado y no en el público. El desabasto de medicinas. La torpe política dirigida a estudiantes, maestros, investigadores y científicos de centros de estudios superiores. El amago de extinguir o asfixiar a organismos autónomos. La comprensión de la diplomacia como arena para entablar disputas sin sentido o agencia para colocar a compañeros entrañables o desechables. El ríspido toma y daca a veces, pero no siempre justificado con periodistas, medios, adversarios, intelectuales y empresarios. El cobijo de amigos, colaboradores o aliados impresentables. El empuje de programas asistenciales con deficiencia en el diseño, estructura y dirección. El combate selectivo de la corrupción. El impulso de iniciativas atoradas o ni siquiera presentadas…
Con esas acciones y actitudes, el Ejecutivo lastima a quienes señala como posibles sucesores, en medio de la urgencia de recuperar salud, seguridad y economía, mientras la recesión toca a la puerta. Los afecta porque les resta, en vez de sumar apoyos. Los maniata porque, moverse sin espacio, es tanto como rebelarse. Los arrastra a posturas no necesariamente compartidas y los coloca en una situación comprometida, dejándoles como simple apéndice.
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En cuanto al partido-movimiento (el envase de las corcholatas), la situación tampoco es halagüeña.
En Morena, el mandatario ejerce sin asumir el liderazgo y, así, reduce al dirigente a la condición de un gerente, en el caso con poca destreza operativa. Aunado a ello, las encuestas para seleccionar candidaturas, en vez de prestigiarlas con una aplicación rigurosa y un resultado transparente a nivel estatal, fueron maltratadas y, con ello, desacreditadas en la escala de la candidatura presidencial. De prevalecer la idea de que las encuestas sólo se aplican en Palacio Nacional y la muestra se reduce a la opinión del mandatario, el final del juego sucesorio resultará de pronóstico reservado, sino es que un pleito mayúsculo. Por lo pronto, ahí está la experiencia de Ricardo Monreal, reducido y debilitado en el Senado.
En suma, la circunstancia del envase es en extremo complicada. Ventila hacia afuera los pleitos internos y abre frentes afuera sin saber qué hacer adentro. Por lo pronto, teniendo enfrente tres tareas: el empuje encubierto de la ratificación del mandato presidencial que podría no arrojar el resultado ansiado; la concertación y la coordinación de la actividad política con la legislativa; y las campañas en los seis estados donde se renovarán las gubernaturas, esa fuerza está imposibilitada para atender una necesidad fundamental: darse la organización, estructura, institucionalidad y cohesión necesaria para funcionar sin depender de un liderazgo, cuya estrella terminará por extinguirse.
Sin envase, la corcholata que finalmente haga suya la candidatura presidencial tendrá un serio problema.
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El anhelo y la ambición de los morenistas que ansían terciarse la banda tricolor al pecho, hoy tienen por refugio la incompetencia opositora que propone frenar una política popular con una cupular. Esa es la pobre ventaja de las corcholatas sin envase ni destapador.