Llevar al país de un extremo a otro no es darle perspectiva. Es hacerlo oscilar o rebotar de un lado a otro y, en la ilusión del movimiento perpetuo, negarle la posibilidad de encontrar el punto de equilibrio que favorezca crecimiento y desarrollo, garantice derechos a la ciudadanía y reponga un horizonte cierto.
Por décadas, la política pendular no sólo ha dejado un mal recuerdo, también ha frustrado anhelos.
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Sin o con legitimidad, los mandatarios se reconocen a sí mismos como los más grandes intérpretes de los sentimientos de la nación y, a su modo —de corridito o deletreando—, explican qué fue lo que quiso decir José María Morelos.
Luego escogen a su héroe o mártir favorito sin dejar de seleccionar uno o varios villanos a la talla de su necesidad y, asegurando contar con un claro mandato y un manifiesto respaldo, proceden a deshacer y rehacer leyes, instituciones, políticas y programas sin reparar mayor cosa en si funcionan. Más tarde se topan con que la realidad se resiste a su deseo. En ese momento —por lo general mucho antes del ocaso de su gestión—, pasan a justificarse, a decir “hice lo que pude”, sin asumir que pudieron poco o que lo poco que pudieron no salió como querían o, bien, a negar que en realidad ejercieron el no poder. Hasta incomprendidos se llegan a declarar algunos.
Casi sin excepción, en el discurso se definen como políticos profesionales o sensibles con profunda vocación democrática. Sin embargo, en la práctica abominan la política, detestan a los otros poderes y contrapesos, les encanta dialogar con los espejos y los tienta el autoritarismo con o sin disfraz. Lo suyo es imponer, comprar, vencer, transar, canjear, corromper o extorsionar voluntades, no convencer ni construir acuerdos porque ello, además de exigir tiempo y asentaderas, supone ceder y negociar, y eso no contribuye a construir el pedestal donde quisieran ver su propia estatua y sí obliga a repartir hojas y ramas de laurel con las que quisieran tejer y ceñirse su corona.
En su lógica, las políticas de gran alcance no rebasan un sexenio y, con tal temporalidad, ni caso acordarlas ni levantar la vista más allá. Ahí se explica por qué el afán de elevar a rango constitucional cuanto proyecto u ocurrencia les viene a la cabeza, así la ley fundamental adquiera el espesor de los viejos directorios telefónicos o la delgadez de aquellas ediciones con hojas desprendibles, desechables y sustituibles. Y ahí se explica también el fracaso nacional en la solución de problemas que se arrastran por décadas, cuando no hacen metástasis… sin acuerdo nacional, las reformas van y vienen hacia adelante o hacia atrás como se deshoja una margarita.
Algunos mandatarios le apuestan a colocar en su lugar a quien garantice continuar y venerar su obra, pero a la vuelta de los días, en cuanto puede, el sucesor borra de la memoria al padrino y ajusta el movimiento del péndulo a su ritmo… y el ciclo vuelve a empezar.
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A nombre del gradualismo a paso lento o del radicalismo a paso veloz o de las cíclicas medidas dolorosas, pero necesarias, conforme a su estilo cada mandatario mueve el péndulo, jurando escapar de él e ir en pos de la modernidad, del rescate de la economía, del cambio sin mover mucho las cosas, del rescate del Estado frente al mercado… Incluso ha habido mandatarios cuya meta ha sido que no pase nada porque, dada la talla de su mediocridad, eso es lo mejor que les podría ocurrir.
En esa lógica infernal se ha pasado del Estado intervencionista al ausente, del obeso al delgado y, de ahí, al convaleciente con riesgo de recaída. De la política popular a la cupular y, ahora, de regreso. Del régimen de partidos con dominante mayoritario a la partidocracia, diciendo que no hay democracia sin partidos, pero negando que sí partidos sin democracia y de regreso. Del presidencialismo acotado al desbocado. De los técnicos tronándole los dedos a los políticos, a los políticos rompiéndoles el lápiz a los técnicos.
Constancia, eso sí, ha habido en ir de la política pendular a la política pendular.
Una absurda política que, por falta de acuerdos de gran alcance, permite aparecer y desaparecer a la Secretaría de Seguridad a casi un ritmo de un sexenio sí y otro no, e impide fijar una política anticriminal transexenal; que soporta desarmar un sistema de salud sin poder armar otro; que crea la ilusión de reducir los homicidios dolosos cuando, quizás, eso obedece al triunfo y dominio de un cártel sobre otro en tal o cual región; que significa la pérdida del monopolio del Estado para cobrar tributo para compartirlo con el crimen; que borra y subraya una política educativa distinta cada seis años; que cambia con el nombre de las procuradurías por el de fiscalías, sin mover las piezas de su engranaje; que crea sofisticados y costos sistemas anticorrupción sin acabar con ella; que renueva el nombre de los programas sociales sin desatar el nudo gordiano del empleo ni reducir la pobreza y la desigualdad; que convierte al instituto electoral de federal en nacional, haciendo más cara, por querida y por costosa, a la democracia; que cancela acertadamente un aeropuerto inviable e inaugura otro sin asegurar que su destino quede en el aire.
Bajo el ardid de refundar Tenochtitlán cada sexenio, la política pendular se ha convertido en símbolo de un profundo desacuerdo nacional. Repetir la historia no es hacer historia, es machacarla hasta aplastar el futuro. Sexenios se le han ido al país en eso.
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De insistir y reproducir esa la política pendular ni los últimos serán los primeros ni los primeros podrán disfrutar en paz su posición. Es hora de abandonar esa política y fijar adónde se quiere llevar al país como nación.