Sobreaviso

Abrazos, ruegos… y acuerdos

Hay oportunidad, quizá la última, de dialogar y acordar una política de seguridad con respeto a los derechos humanos, pero sin aliento de la impunidad.

Sin minusvalorar abrazos y ruegos, es imprescindible un mínimo acuerdo nacional y una acción sostenida para reducir la violencia y la actividad criminal que, a lo largo del siglo, le ha arrebatado a miles de personas la vida y a millones el anhelo de vivir en paz con justicia, libertad y seguridad.

Puede o no reconocerlo el jefe del Ejecutivo, pero el asesinato aún impune de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora marca un punto de inflexión. Vulnera la percepción de la estrategia de seguridad, aviva el malestar social e insta, una vez más, a la movilización. Tal como ocurrió con los jóvenes de Ayotzinapa o los de Villas de Salvarcar durante los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón, el homicidio de los sacerdotes hoy sacude al de Andrés Manuel López Obrador y le da, en el marco de la rabia y el dolor, una oportunidad. Quizá la última.

Si el presidente de la República no es capaz de leer y entender el signo de los tiempos y actuar en consecuencia, el desenlace de su sexenio y el de la sucesión podría no ser el que ansía, así sostenga su popularidad.

Las tenazas de la pinza capaz de apergollar –el término deriva del lenguaje en boga– a la pretendida cuarta transformación son la amenaza inflacionaria y el amago criminal.

Ante el peligro de una atonía económica, producto de la inflación que aleja la recuperación y golpea a los estratos sociales más desprotegidos, el gobierno puede hacer algo, pero no mucho. Sin ignorar que, al parecer, la inflación adquiere una dinámica doméstica propia, el fenómeno es mundial y, por lo mismo, el margen de maniobra gubernamental es reducido. La administración puede influir en esa variable, pero no controlarla. Tal circunstancia debería obligar al manejo en extremo cuidadoso de los instrumentos, los tratados, las relaciones y los vectores que pueden contribuir al atemperamiento de la adversidad económica.

Ante ese cuadro, es en el ámbito del amago criminal donde el gobierno debería actuar y operar con mucha mayor apertura, prestancia, decisión e inteligencia. Aliviar en lo posible ese punto de dolor es clave para evitar el enrarecimiento de la atmósfera social, sobre todo, si no se puede neutralizar la amenaza económica.

Por la vía de la calamidad, varios actores y factores de poder se han alineado en la idea de explorar una ruta diferente sin ser necesariamente distinta para reducir la acción de la delincuencia organizada.

El mensaje emitido el lunes pasado por el Episcopado Mexicano, la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos y la Compañía de Jesús; el trazo de la ruta por parte de la Junta de Coordinación Política del Senado para revisar la política de seguridad; así como la reivindicación de César Yáñez, nombrándolo subsecretario de Desarrollo Democrático, Participación Social y Asuntos Religiosos, abren una minúscula oportunidad para salir del monólogo, reponer el diálogo, hacer a un lado los dogmas, abandonar la justificación o la queja; y ensayar una política de seguridad con respeto a los derechos humanos pero sin aliento de la impunidad.

Por diferentes razones y motivos se ha configurado esa posibilidad, aunque en ella se echa de menos a los partidos que, así como el crimen ha hecho de la sociedad su víctima, ellos han hecho de aquella su rehén. Critican o respaldan la política oficial, se avientan sin pudor los cadáveres entre sí, pero no fijan postura seria ante una situación que, día con día, deja ver cómo en la lucha por el poder los partidos han sido desplazados por los cárteles.

De ese tamaño es el desafío planteado por la delincuencia organizada.

Desde luego no va a ser con abrazos y ruegos como se restablezca la paz, pero tampoco va a ser con indiferencia o maniobras distractoras como se seque, se olvide o detenga el río de sangre que, desde años, corre y recorre el país.

Se puede dedicar un domingo a orar por los sacerdotes víctimas del crimen, otro a los victimarios y el resto de los días del mes a las personas asesinadas o desaparecidas. Se puede también convocar a un foro para revisar la política de seguridad sin moverle una coma. Se pueden formular declaraciones en contra de la violencia, vanagloriándose de que, ahora, los muertos ya no son crímenes de Estado… pero eso no basta.

Se requiere de un acuerdo mínimo para, como dice la célebre canción de John Lennon, darle una oportunidad a la paz y, entonces, reparar el entramado del tejido social, rescatar la economía y frenar la penetración del crimen en la política. Un acuerdo nacional, una acción política y una movilización social que, como dice el documento de los religiosos, permita “construir un camino de justicia y reconciliación que nos lleve a la paz”.

Débil y en ciernes esa condición se está dando estos días. Desaprovecharla a fin de sostener una estrategia cuyos frutos, si los da, tardarán mucho en madurar y, en el proceso, cobrará quién sabe cuántas vidas más.

Si pese a la dimensión de la tragedia provocada por el crimen, el Ejecutivo no advierte cómo el homicidio de los jesuitas marca un punto de inflexión y posibilita un giro en la estrategia para construir la paz, esa tenaza junto con la que plantea la amenaza económica podría cerrar la pinza que triture o apergolle a su proyecto.

Podrá, entonces, tener lances políticos espectaculares nunca vistos o, como otras veces, emprender llamativas, pero inconsecuentes acciones, útiles al propósito de rellenar vacíos. Sin embargo, si no hay buenos resultados ni cuentas qué rendir, el peligro de la violencia criminal y la atonía económica puede derrumbar la pretendida transformación del régimen, arrastrar al gobierno y desvanecer la sucesión.

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