Al margen de la sentencia condenatoria o absolutoria, es una vergüenza ver en el banquillo de los acusados de la Corte del Distrito Este de Nueva York a Genaro García Luna, el más alto exfuncionario mexicano juzgado en Estados Unidos, quien fuera secretario de Seguridad Pública y director de la Agencia Federal de Investigación acá. Sentado ahí, presuntamente como agente doble al servicio del crimen y la política.
Como quiera, el presunto policía con antifaz no está solo. Con él se enjuicia a los gobiernos de México y Estados Unidos que lo encumbraron, empoderaron e, incluso, distinguieron de manera singular, cuando la guerra contra las drogas –motivo de un siniestro orgullo– sólo ha dejado por legado un panteón en condominio de un lado y del otro del río.
Aquella responsabilidad compartida en el campo criminal entre los dos países, tan cacareada como supuesta fórmula de un nuevo entendimiento bilateral, hoy implica a los dos gobiernos como padrinos de un posible criminal, disfrazado de policía. El asunto despide un hedor fecal que, de seguro, flota en el ambiente que respira Genaro García Luna en esa Corte con sede en Brooklyn.
Si, como sostiene el fiscal estadunidense Philip Pilmar, el acusado “traicionó a su país y al nuestro”, bien se podría añadir que los gobiernos y las agencias de investigación e inteligencia de allende y aquende traicionaron a su respectiva ciudadanía. En el fondo y más allá del personaje sentado en el banquillo, la evidencia principal hasta ahora es el fracaso y la corrupción de una política antidrogas, incapaz de frenar las muertes provocadas por el consumo de drogas allá y por la violencia que producción y tráfico de ellas genera aquí.
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Entre verdades y media y medias verdades, expuestas hasta ahora por otros criminales en calidad de testigos colaboradores a fin de atemperar su propio castigo, afloran revelaciones sobre García Luna que agencias y servicios de inteligencia de Estados Unidos y México no quisieron reconocer en el policía que tenían en muy alta estima o, bien, que solaparon porque así les convenía.
No se requería de gran cosa para dudar de la eficacia y eficiencia de la cual hacía ostentación el propio García Luna, como tampoco para advertir los abusos en que incurría. Hubiera bastado con leer, oír o ver la prensa convencional –de la cual desconfía el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador y que tanto han despreciado otros mandatarios y funcionarios– para tener noticia oportuna de quien estaba al frente de la investigación criminal y, más tarde, de la seguridad pública.
No ahora, desde hace mucho los gobiernos de Estados Unidos y México contaban con información pública, impresa o transmitida, incluso aplaudida por algunos colegas que aún le profesan culto, sobre el cuestionable proceder de aquella figura hoy sujeta a juicio. Consta en la prensa cómo de cada acción que, a su parecer, lo engrandecía, García Luna hacía o montaba un espectáculo. Entrevistas a presuntos criminales, fileteadas y divulgadas por capítulos, violentando el debido proceso. Recreación de actuaciones sin sustento judicial. Visitas guiadas al centro de operaciones. Y, desde luego, también constan reseñas, testimonios y relatos de los abusos que cometían por instrucciones o motu proprio la canalla que integraban buena parte de su equipo.
Sin embargo, por interés, complicidad, desdén o indiferencia, sus padrinos lo dejaron trabajar no sólo a gusto y sin molestias, sino distinguiéndolo como un destacado servidor público que, hoy se quiere probar, jugaba doble con el poder político y el poder criminal de aquí y allá.
No pueden los políticos de ayer y de hoy como tampoco algunos supuestos representantes de la sociedad civil fingir demencia, asombro o ignorancia ante el juicio de García Luna. Supieron quién y cómo era. No pueden argumentar no haber estado enterados o haber sido engañados por quien hoy comparece ante el juez Brian Cogan.
Aquí y allá lo dejaron actuar a sabiendas que le daban rienda a un personaje siniestro.
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No sólo supieron eso del policía elevado a rango de secretario de Estado, también cómo doblaba la cerviz ante quienes lo consideraba preciso.
Alguna una vez, en conversación con un mando de elevado rango militar sobre la obsequiosidad y zalamería con que Genaro García Luna se conducía ante funcionarios, diplomáticos y mandos de agencias policiales estadunidenses, el hombre de uniforme verde olivo se abstuvo de opinar. No quiso hablar de aquel, pero precisó algo. En cuanto a sí mismo se refería, jamás invitaría ni toleraría que un representante del gobierno o las agencias del vecino país del norte pasara revista a las tropas mexicanas, como se les dejaba o invitaba a hacerlo con los elementos de la Policía Federal.
Doble cara, doble juego, doble función con la que despachaba el policía encumbrado y caído en desgracia hace ya poco más de tres años.
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Vergonzoso ver en el banquillo de los acusados a Genaro García Luna, lo sustantivo no queda resuelto. Sin importar el desenlace del juicio, éste no repone la frontera entre política y delito ni replantea una estrategia anticriminal compartida.
No se habla en Brooklyn de un pasado reciente, sino de un presente vigente. La complicidad de policías, agentes, militares y políticos con criminales no es algo superado, conserva sus credenciales.
Desde esa óptica, más allá del afán de sacar raja política del juicio contra Genaro García Luna o del ansia por eludir los efectos colaterales de lo sucedido, partidos y gobiernos de ayer, hoy y mañana deberían impulsar el replanteamiento de una política antidrogas compartida que evite hacer del Bravo un río de muerte y violencia de un lado y el otro de la frontera.