A la inteligencia de Porfirio Muñoz Ledo, brilló por encima de sus propias sombras y veleidades.
En 2018, ante la victoria de Andrés Manuel López Obrador hubo quienes asumieron el triunfo electoral, pero no la consecuencia política y desde el primer momento se le opusieron o resistieron, tendiéndole zancadillas. No hay duda de eso, como tampoco que –encumbrado en el poder– el político tabasqueño sembró vientos.
Hoy, el mandatario parece descolocado, malhumorado o desesperado ante asuntos de difícil control. Materias que, en un descuido, pueden significarle descalabros y acarrearle problemas a quien haga suya de la candidatura presidencial del movimiento liderado por él mismo. Cuestiones que, absurdamente, el propio López Obrador plantó, complicó o radicalizó. Quizá, ahí se explica porqué, en los últimos días, la conferencia presidencial matutina pasó de afilada punta de lanza a frágil escudo.
Lo delicado de la actitud presidencial ante esos vientos, es la reacción: no los amaina ni atempera, los anima. El instinto político y el genio comunicacional de Andrés Manuel López Obrador resbalan en un momento clave. De no rectificar, no es descartable cosechar una tempestad con afectación en el cierre del sexenio, así como en quien finalmente sea la o el candidato de Morena.
Desde luego, hay quienes ven en esa reacción un cálculo magistral con efecto retardado, pero eso está por verse. La impresión es que López Obrador se aleja de Andrés Manuel. En varios campos se percibe eso.
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La manía de endosar a otros poderes o actores la responsabilidad de errores propios, frustra en más de un caso la corrección de pasos mal dados o, al menos, ya no darlos.
Ejemplo, la carga contra la Suprema Corte atribuyéndole el fracaso de la reforma electoral cuando es evidente la cadena de errores cometida por el gobierno y su bancada parlamentaria, que dieron al traste con la pretensión de transformar el régimen. Ese proyecto debió impulsarse en el primer trienio, no en el segundo y menos sin contar con la mayoría calificada requerida para modificar la Constitución. Rebajarla y mal a nivel reglamentario a título de “peor es nada” fue el siguiente traspié, al cual se agregó otro: el pésimo manejo político y legislativo con que se quiso sacar adelante el llamado plan B.
Antes de acusar a los ministros de la Corte del fracaso, el mandatario o la dirección del partido debió exigir cuentas al secretario de Gobernación y a los coordinadores parlamentarios de Morena, en particular al diputado Ignacio Mier.
Denostar a los ministros y anunciar una reforma radical del Poder Judicial a destiempo y con cierto resabio de revancha no enmienda el error anterior y sí provoca otro. Si no se reconoce el problema, menos se encuentra la solución.
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El afán de ver de los problemas en su reflejo y no en su sustancia, impide abordarlos con objetividad y serenidad.
Endosar a los medios de comunicación la resonancia de la actividad y la violencia criminal es eludir el enredo engendrado al diseñar una estrategia incapaz de responder en tiempo a la expectativa generada en relación con la paz, la justicia, la libertad y la seguridad. Acallar un problema no es resolverlo y sí, en cambio, revela la tentación de hacer del silencio –por no decir, censura– la mampara de un socorrido ardid autoritario que, pese al deseo y la arbitrariedad, no soporta el peso de la realidad. Echar mano de ese recurso va a suscitar un embrollo distinto y superior al que se quiere ocultar.
En efecto, los gobiernos anteriores –en particular, el de Felipe Calderón– tienen una seria responsabilidad en la inseguridad pública que, desde hace años, sangra y enluta al país. Sin embargo, la administración actual carga ya con su propia deuda, una estela de muertos, desaparecidos y desplazados imposible de justificar.
Si, en verdad, el lopezobradorismo no se cruzó de brazos ante el crimen, no es esta la hora de poner los brazos en jarra ante a la prensa por reflejar una calamidad.
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El uso de Palacio Nacional –sede oficial y ahora residencia del jefe de gobierno y Estado– como tribuna para orientar o disciplinar a quienes desde ahí se nominó como posibles sucesores o como cuarto de guerra para descalificar y agraviar al adversario es perder noción del rol que toca asumir en el ocaso del sexenio. El hoy mandatario lo sabe, incluso lo padeció.
Si fuera de Palacio, López Obrador expuso a los aspirantes a sucederlo las condiciones, el método y las reglas para definir de la candidatura presidencial de Morena, no sobraría que encargara al dirigente del partido aplicar y hacer cumplir con rigor lo establecido. No va a ser con llamados a la unidad e instando a actuar con buenos modales, como se disipe o conjure el peligro de la división del movimiento.
Igual ampliación de margen sería menester otorgar a los concursantes por la candidatura presidencial del movimiento en el poder. Quitarles el bozal y aflojarles las riendas. Dejar a ellos batirse con los adversarios externos. Arrogarse esa tarea desde Palacio, le resta autoridad al mandatario. Más aún, cuando una precandidata opositora le ha tomado la medida y con sus propios artilugios lo zarandea.
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Por su propia lucha y experiencia, Andrés Manuel López Obrador sabe que quien siembra vientos cosecha tempestades. En tal circunstancia, es fundamental reconocer el rol a jugar en el proceso electoral que él mismo precipitó y, por lo visto, no sigue el cauce o el sendero originalmente previsto.
Más de una vez, las crisis sexenales han arrasado al país como si una tempestad se hubiera formado sin darnos cuenta. Sería una pena repetir la historia, en vez de hacerla distinta.
En breve
Llegó el verano, a ver a quién le copia las vacaciones a la presunta ministra.