Sobreaviso

Si los muertos votaran

Fingir que la política es ajena al crimen es ignorar una realidad. Los gobiernos y los partidos no han aprendido a transmitir el poder, sin abrirle espacio.

Si los desplazados, los desaparecidos y los muertos por la violencia criminal votaran, quizá –es una mera suposición–, el gobierno y los partidos les prestarían mayor y mejor atención sin verlos con el desdén con que los miran. Pero como ellos ni sus familiares constituyen una cantera electoral, su existencia así sea en el recuerdo o la memoria es un fastidio, un engorro para aquellos.

Antes los muertos votaban sin hacer ruido, ahora hacen ruido sin votar.

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Hablar de criminalidad e inseguridad cuando la clase dirigente y sus anexos están concentrados en que el método y el proceso de selección de su respectivo candidato presidencial no fracture o descarrile su posibilidad electoral, es tanto como espolvorear sangre seca o dejar caer gotas de sangre fresca sobre el betún del pastel del poder que unos y otros ansían devorar.

Empero, es imposible eludir el tema: el tejido social del mantel y la estructura política de la mesa donde han dispuesto el pastel están rotos, carcomidos por el crimen y estampados por la negligencia de este y los anteriores gobiernos federales y estatales, incapaces de diseñar una estrategia de seguridad de largo aliento que saque al país de la fosa donde se halla.

Fingir que la política es ajena al crimen es ignorar una realidad. En la disputa por el poder, la participación de la delincuencia crece y en las elecciones, pero sobre todo en la alternancia ha encontrado una enorme ventana de oportunidad para expandir y diversificar su actividad. Los gobiernos y los partidos no han aprendido a transmitir el poder, sin abrirle espacio al crimen.

En las encuestas y las consultas para seleccionar candidato presidencial ya debería incluirse la pregunta: ¿por qué cártel tiene usted preferencia? o ¿qué cártel preferiría que dominara su circunscripción? Si el Estado se rindió ante el crimen, que la entrega sea democrática cuando menos. Que decida el pueblo, no faltaría quien dijera.

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Lo más grave de la actitud de la clase dirigente ante al dolor y el horror del que son presa habitantes –electores, para que les interese– de amplias regiones y plazas del país, no es la burla, el chistorete, la displicencia, el lema, la ocurrencia, el pronunciamiento, la declaración, el tuit o la estadística con que aborda el asunto o se refiere a los damnificados vivos o muertos, directos o indirectos, por el crimen. No.

Lo grave es cómo el crimen, de un lado, penetra de más en más a la política y se comienza a asociar con ella y, de otro, cómo el crimen ha conseguido construir una base social que lo ampara donde opera. Y eso no es todo, esa portentosa industria comienza a buscar horizontes fuera del país, adquiriendo un carácter transnacional y provocando una cascada de sangre y de problemas en otras latitudes, ante lo cual el gobierno y los partidos de aquí tienen nula respuesta.

Se confirme o no la injerencia del Cártel de Sinaloa, el magnicidio en Ecuador es un aviso. La tentación, animada en el Congreso de Estados Unidos por halcones y republicanos, de clasificar como terroristas a los cárteles mexicanos o la intervención directa para combatirlos aquí es otra alerta. La belicosidad y hostilidad de la directora de la DEA, Anne Milgran, ante el problema es una advertencia. Los intercambios tenidos con China y Estados Unidos por el tráfico de fentanilo o sus precursores es otra señal.

Tal cuadro hace cada vez más difícil pensar en el rescate de derechos y libertades conculcados por la fuerza criminal a los electores –esa la visión de la élite política de la ciudadanía, así como en la defensa de la soberanía bajo asedio interno y externo por las barbaridades cometidas por el crimen dentro y fuera del país.

El problema es multilateral, pero por lo pronto el efecto se resiente aquí.

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Tal dimensión y presencia tiene ahora el crimen y, sin embargo, la clase política no quiere distraerse mayor cosa con el asunto. De momento, la prioridad es mantener la unidad en el bloque político donde se ha resuelto militar, aun cuando el crimen esté rompiendo al país.

Desde esa lógica, la élite política asume posturas que llevan, en más de un sentido, la sangre al piso. Al gobierno federal le basta con reunirse temprano una hora por la mañana y platicar sobre seguridad para dar por resuelto el asunto y, de ser preciso, armar un desfile de guardias, soldados y marinos, ahí, en la plaza donde tuvo registro una calamidad. Y en eso son buenos, siempre llegan a tiempo después de lo sucedido, dispuestos a ir donde ocurra la siguiente tragedia.

Los gobernadores también han aprendido a zafarse del problema, afirmando que el asunto corresponde a la Federación y no al estado; que la responsabilidad es de la prensa por divulgar sucesos esporádicos; o, bien, declarándose más víctimas que las víctimas.

Y ni qué decir de la oposición que, resuelta a regresar a la continuidad sin cambio, le ofrece a un prófugo como lo es el exgobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca, coordinar los trabajos del Frente Amplio por México en materia de seguridad, quizá, por lo que sabe sobre delincuencia. “Los presidentes del PAN, PRI y PRD le pidieron –dice el comunicado– dedicar todo su esfuerzo en esta encomienda que es el principal pendiente y urgencia de las y los mexicanos.” Un nombramiento ante el cual, el trío finalista en busca de la candidatura presidencial no ha dicho ni pío.

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De seguir la clase política por donde va en relación con la criminalidad, no faltará quien proponga impulsar un programa de entrega gratuita de urnas fúnebres a cambio de conservar las urnas electorales.

En breve

Ya viene la sucesión en la Universidad Nacional, ojalá la presunta ministra no vea en la coyuntura la oportunidad de resolver a como dé lugar su problema.

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