No caben el asombro ni el lamento, mucho menos el pleito por determinar quién carga con el muerto. Es una vergüenza.
Si por décadas, Acción Nacional, el Revolucionario Institucional y Morena han sido incapaces de garantizar la paz con justicia a los votantes, cómo iban a poder resguardar la vida de los votados. ¿A cuento de qué la furia y la congoja? De seguro, les puede que el asesinato político o criminal de la candidata Gisela Gaytán constituya un bautizo de fuego de este nuevo tramo de la campaña electoral y que esa ejecución no sea la primera ni la última, provocada por su negligencia.
Desde el presidente de la República hasta el presidente del más recóndito municipio, la clase gobernante sabía del amago de la violencia sobre el proceso electoral. Con tal conciencia y conocimiento resultan inaceptables los minutos de silencio que, a lo largo de los años, suman más de un sexenio. La guadaña del crimen suena como el tic tac de un reloj sin alarma ni despertador.
Sí, cierto, en el país hay quienes gobiernan sin mandar, pero también hay quienes mandan sin gobernar. Se ha perdido la noción de mando y gobierno ante la criminalidad. El reino es de la impunidad.
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No sorprende que a la clase política ya no la conmueva –perturbe, inquiete, altere, mueva fuertemente o con eficacia a alguien o algo, dice el diccionario– el número de electores asesinados por el crimen. No, pero sí asombra que tampoco la sacuda la eliminación de sus propios integrantes. Ni a los suyos honran y respetan.
La ejecución de una o un candidato no sólo siega la vida de quien pretende representar a la sociedad civil o al pueblo sabio, sino también atenta contra la democracia y, desde luego, contra el cada vez más languideciente Estado de derecho. Sin embargo, en la lógica de la bajeza o la ruindad política, la liquidación de miembros de esa élite no necesariamente es una tragedia porque, como dice Carlos Manuel Pellecer, son útiles después de muertos. Sirven para sacarles raja política, usarlos como ariete contra el adversario e, incluso, para intentar llamar al voto de lástima. De ese tamaño es la indolencia. Que el crimen bote con plomo a quien no quiera y la ciudadanía vote con boleta a quien quede en su lugar.
Tratándose de urnas, a la clase política le interesan más las electorales que las fúnebres, pero si las segundas sirven para rellenar las primeras no ven por qué no echar mano de ellas.
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Los políticos quieren borrar la violencia de un plumazo, los criminales fijarla de un plomazo.
Si, en verdad, los dirigentes y candidatos de Acción Nacional, el Revolucionario Institucional y Morena estuvieran resueltos a marcar el alto a la participación del crimen en las elecciones, mal no harían en suspender la campaña ahí, en el estado o municipio donde corresponda, hasta que las autoridades federales o estatales den con los asesinos de candidatos y los detengan. De nada sirve suspenderlas por un día en señal de duelo, si los sicarios siguen y andan sueltos. Una manifestación o protesta conjunta de ese calibre, sin duda, obligaría a las autoridades de los distintos niveles a emprender acciones contundentes, en vez de formular declaraciones intrascendentes.
Este gobierno como los anteriores ha dejado ver que, cuando le interesa resolver un delito de alto impacto, cuenta con la inteligencia, la fuerza, los recursos y la capacidad para hacerlo. En tal virtud, las autoridades gubernamentales y electorales, federales y estatales, deberían resolver algunos de esos asesinatos porque, sólo así, dejarían en claro su compromiso con el Estado de derecho y la democracia.
Blindar los funerales del candidato caído y dejar impune su homicidio exhibe un fracaso compartido, así un bando o el otro quiera hacer cuentas de cuál gobierno ha sido el más indolente.
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En materia de seguridad, la alternancia en el poder poco le ha servido a la ciudadanía, pero mucho al crimen porque le abrió una ventana de oportunidad para diversificar y expandir su industria.
La negación de los partidos para acordar y elaborar una política de Estado en ese campo ha convertido a infinidad de municipios y a más de un estado en botín del crimen. En esos lugares, los políticos piden permiso al crimen para actuar sin irritarlo o molestarlo mucho y, pese a esa realidad, los gobiernos de los distintos partidos presumen ser distintos, siendo profundamente parecidos. Si Felipe Calderón envió a la tropa sin llevar detrás brigadas de atención social, económica, médica y educativa, Andrés Manuel López Obrador envió a esas brigadas sin llevar detrás a la tropa. El resultado fue el mismo, quizá, eso explica por qué Enrique Peña Nieto mejor no hizo nada.
Cuanto más insista la clase política en disputar a qué gobierno corresponde el trofeo de la derrota, más a sus anchas y agradecido actuará el crimen.
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Datos –por no decir homicidios– de ayer y hoy advertían del amago del crimen al actual proceso electoral. Pese a ello, las providencias se tomaron mal y tarde.
La mesa de seguridad instalada por el gobierno federal y el instituto electoral ya dejó ver su ineficacia, y aún quedan dos meses de campaña. Urge rediseñarla e incorporar a ella a los gobiernos estatales y los órganos electorales locales para revisar recursos, establecer protocolos, uniformar criterios y actuar de manera coordinada. También apremia el plan de seguridad para la jornada electoral. Importa garantizar la seguridad de los votados, pero también de los votantes.
No frenar al crimen es acelerar la violencia o, a poco, ¿se está calibrando la conveniencia de anular la elección ahí donde el plomo hunda al proceso?
En breve
¡Qué suertuda es la presunta ministra! Con tanta calamidad o escándalo, ni quien se acuerde de ella.