Cuando la oposición es nula y el poder es mucho, el ejercicio de éste trastorna u obnubila a quienes lo practican. Algo de eso experimenta Morena, en particular el presidente saliente y, en el efecto, la presidenta entrante. El movimiento que lideran acreditó arrolladoramente su fuerza y presencia, pero no –dicho sin ánimo grosero– su inteligencia.
Con el impresionante poder acumulado por Morena asombra que Andrés Manuel López Obrador quiera aprobar con una que otra pequeña modificación el proyecto de reforma del Poder Judicial y colocar en un brete a Claudia Sheinbaum. Pudiendo darle integralidad, hondura y mayor alcance a esa reforma, insiste el Ejecutivo en funciones en llevarla a cabo casi como la planteó.
La iniciativa presentada en febrero pasado no es radical, es parcial, limitada y aventurada. Tampoco considera el contexto –el dominio y gobierno del crimen en más de un lugar– en el cual se quiere aplicar. Y lo peor, no resuelve el problema de fondo que presuntamente quiere atender: dar acceso a la justicia a quienes no lo han tenido.
Echar un segundo piso así, puede terminar por derribar al primero. ¿Por qué estando en condición de emprender una reforma de fondo no sólo en materia de impartición, sino también de procuración de justicia, el mandatario la limita?
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En la crisis del aparato de justicia y el afán presidencial de reformarlo es menester tomar en cuenta tres cuestiones.
Uno. Esa crisis no es exclusiva de México. Se manifiesta en muchas otras naciones que han ensayado o están por ensayar fórmulas distintas a la establecida (en esas está España), sin saber cuál será la suerte. Sin embargo, quienes insisten en ver al país como una ínsula paradisíaca, más les vale cerrar los ojos y sostener, como muchos lo vienen haciendo, que lo mejor y más recomendable es no hacer nada. Cruzarse de brazos o tirarse en la hamaca del aquí nada se toca y venerar, pues, la certeza de la inaccesibilidad a la justicia.
En el caso mexicano y en la escala federal, ese problema reviste una cuádruple singularidad: al aparato de justicia está copado por los grandes intereses económicos, el crimen organizado, el tráfico de influencias y la endogamia que genera redes de corrupción y complicidad entre los jueces.
Negarlo es fingir demencia o ilustre ignorancia.
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Dos. En el caso nacional, la interacción del aparato de justicia con la ciudadanía (en la cual ésta resiente el abandono o la orfandad) se da sobre todo en los tribunales estatales o locales, no en las instancias del Poder Judicial de la Federación.
De acuerdo con la especialista Ana Laura Magaloni, en el 98 por ciento de los casos así es. En tal circunstancia, si el proyecto presidencial de reforma del Poder Judicial de la Federación pretende dar a la ciudadanía acceso a la justicia, la iniciativa se equivocó de ventanilla. Llevó la iniciativa a un domicilio equivocado.
Ora que, si el verdadero propósito sólo es remover el freno a los proyectos de la llamada cuarta transformación y reconcentrar el poder en el Ejecutivo, López Obrador debería quitarle el disfraz a la intención, echar adelante la iniciativa en septiembre, aplicar el mayoriteo y asumir la responsabilidad a plenitud sin embarcar a su sucesora.
No tiene caso abrir un debate, armar una consulta o levantar una encuesta si de antemano se considera un irreductible la elección indirecta y popular de los impartidores de justicia, cuando es ese el corazón de la propuesta. Sin hablar del costo de ese ejercicio ni de la muy probable partidización de la justicia, si cabe preguntar a cuántos aspirantes a jueces votaría o botaría el crimen y a cuántos patrocinarían los grandes intereses.
Si en las recientes elecciones, el Estado no pudo garantizar la seguridad y la libertad de votados y votantes, ¿cuánta sangre más va a correr?
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Tres. En todo esto, hay una tentación imposible de obviar.
A los poderosos les fascina ceñirse la corona de laureles al ganar una batalla, así pierdan la guerra. Puede tentar al presidente en funciones la idea de rubricar su sexenio sacando la reforma del Poder Judicial, aun cuando ésta no cumpla su objetivo y provoque, como está ocurriendo, turbulencias en el campo bursátil y financiero que, de prolongarse y complicarse, induzcan una tormenta. Efectos que el mandatario en turno no sufriría y sí, en cambio, el nuevo gobierno. Constituirían un pésimo bautizo de su inicio.
Caer en la tentación es muy fácil, sobre todo, cuando está a punto de fenecer el momento para hacerlo. No sucumbir y permitir a la sucesora tomarse el tiempo para diseñar una reforma integral que mejore la procuración y la impartición de justicia, en el ámbito federal y estatal, considerando el problema de la inseguridad, reclama humildad y desapego al poder.
Aprobar con una coma de más o de menos en septiembre la iniciativa originalmente enviada no sólo no resuelve el problema, lo complica y, en el colmo de su limitación, anula la posibilidad de emprender, esa sí, una reforma radical para dar acceso a la justicia.
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Morena cuenta con tal cúmulo de poder, en la escala federal y estatal, que no se puede tropezar con él por no planear, administrar ni ritmar su ejercicio. La experiencia ya la ha sufrido.
Acelerar sin pensar bien la pretendida transformación de la procuración y la impartición de justicia, sólo le permitirá a Morena colgarse una medalla de latón al pecho que más tardará en colgarse, que aquella en oxidarse. Es evidente la fuerza del movimiento fundado por Andrés Manuel López Obrador que, con su sello, habrá de continuar y consolidar Claudia Sheinbaum. Es hora de acreditar también la inteligencia y la estrategia.
No por mucho reformar de golpe y porrazo a las instituciones, éstas se transforman.