“Nuestro país se encuentra en un momento de refundación institucional”, dice la iniciativa de Morena por la que se confiscan las reservas financieras del Poder Judicial de la Federación, recientemente aprobada por la Cámara de Diputados. La “vocación por lo social”, deslizan sus firmantes, es la “nueva” razón de ser –y, por supuesto, también la causa de perecer– de las instituciones del Estado. No es la procedencia legal o el ejercicio debido de las competencias y responsabilidades asignadas. La función que desempañan en la mecánica del poder y de sus implicaciones en los derechos y libertades. Lo único que justifica su existencia es el voto de obediencia a los deseos de “su” pueblo.
La Suprema Corte de Justicia necesita una “nueva legitimidad”, advierte la iniciativa morenista. Una relación más armónica, cordial, incluso dócil con los otros poderes públicos, porque su rol se ha extraviado. Para el Presidente y su partido, el Poder Judicial es un amasijo de intereses que boicotean constantemente la realización del único proyecto legítimo de país. Una facción de la mafia del poder que se atrinchera en el cuento de que “la ley es la ley”. Detrás de un juez que hace valer la Constitución o la ley frente a un acto de autoridad, no hay otra cosa que una conspiración en marcha para frustrar la transformación. Cada litigio es una puñalada de los enemigos. Cada sentencia incómoda es un escupitajo a la mayoría. Cada peso invertido en la judicatura, un peso robado a los pobres.
El Presidente no engaña en sus intenciones. Es una simplificación peligrosa, a mi juicio, relativizar la ofensiva contra el Poder Judicial en la propaganda de la austeridad o en la apropiación de ahorros disponibles para completar prioridades presupuestales. No es una cuestión de recursos o de escrúpulo hacendario, sino de control político. De reestablecer los viejos poderes de trueque de la Presidencia autoritaria para domesticar los impulsos de autonomía e independencia. El Presidente incita a la rebelión en la granja entre el funcionariado judicial para debilitar el liderazgo y estresar el sentido de cuerpo de la judicatura. Es esa perversa pedagogía del miedo a perderlo todo. Sigan a Norma Piña y aténganse a las consecuencias en su estabilidad y futuro; pliéguense a mi voluntad y el pueblo los habrá salvado. Si no, pregúntenle a Zaldívar.
Pero la andanada tiene, también, una motivación electoral. El famoso plan C del Presidente no es la discusión pública sobre un modelo funcional de organización de la justicia. Es la construcción política de un nuevo antagonismo que polarice a la sociedad, ahora, sobre, la necesidad de una judicatura robusta, eficaz e independiente. En el paraíso de la democracia pura, del gobierno directo del pueblo, no se necesitan costosos aparatos para defender los derechos y limitar al poder. El pueblo es siempre justo, bueno, prudente. El abuso del poder por una mayoría temporal es impensable ahí donde manda el pueblo. La democracia popular no necesita árbitros ni tutores. La “juristocracia”, como denominó R. T. Erdogan al Poder Judicial turco antes de tomarlo por asalto, sólo es una carga onerosa que impide la realización de la justicia social. Trece mil millones de pesos en privilegios bien valen un asalto a Pino Suárez.
“La democracia es un campo de batalla, no un parque de atracciones”, dice Chantal Mouffe en El retorno de lo político. Es el espacio en el que distintas identidades políticas luchan por edificar un orden social que refleje sus valores y aspiraciones. El Presidente, Morena y su candidata están empeñados en someter a plebiscito la existencia misma de las contenciones institucionales a la concentración del poder, empezando por la Corte. Su aspiración es clara: pretenden poder sin controles ni vigilancias.
La razón del poder limitado necesita defensores activos. Ese es el orden social que refleja mejor la aspiración de la libertad. No hay democracia sin derechos, ni derechos sin democracia. La historia sabe mucho de eso.