La renuncia es una forma de terminación de un cargo público. A diferencia de la muerte, de una enfermedad o de cualquier otra imposibilidad irresistible, la renuncia es voluntad individual de cejar en la condición de servidor público. Parecería que toda persona tiene derecho a separarse de un empleo público cuando así lo decida. Nadie, podría alegarse, está obligado a realizar un trabajo en contra de sus intereses, por más que ese trabajo sea de naturaleza oficial. No le falta razón a esta afirmación. El problema es que para ciertos cargos públicos, la Constitución limita las posibilidades de su abandono. Sujeta la voluntad individual a ciertos requisitos y procedimientos, precisamente para cuidar otros valores fundamentales.
La Constitución regula tres tratamientos distintos a la relación entre cargos públicos y la potestad de renuncia. En primer lugar, los cargos que se consideran irrenunciables. A este primer grupo corresponden los “de elección popular de la Federación y de las entidades federativas”. El Constituyente estableció, por un lado, que su desempeño es una obligación (art. 36, f. IV) y, por otro, limitó la separación del cargo a un catálogo limitado de supuestos: falta absoluta (muerte, por ejemplo), licencias temporales, opción de cargo y, en el caso de los legisladores, a un régimen de sanciones por no asumir o por dejar de concurrir a ejercer la función. Como las obligaciones no se renuncian, la Constitución no permite la renuncia.
El segundo grupo está conformado por aquellos casos en los que la Constitución sí prevé la renuncia, pero impone un “umbral de procedencia” o una condición específica de admisibilidad y, además, un procedimiento para valorar, ponderar y enlazar consecuencias jurídicas a la decisión del servidor público. Concretamente, éste es el tratamiento específico del presidente de la República y de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En ambos casos, el cargo es renunciable sólo por causa grave y previa calificación por parte de otro poder: las renuncias del presidente las califica el Congreso de la Unión; las de los ministros de la Corte deben ser primero admitidas por el Ejecutivo y luego aprobadas por el Senado.
Un tercer grupo con regulación especial desde la Constitución son los magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral. Aquí la solución constitucional es más simple: la propia sala (entiéndase en pleno) tramita y otorga las peticiones de sus integrantes.
Para el resto de los cargos públicos creados por la Constitución debe entenderse que las renuncias no tienen limitante por causa ni tampoco un procedimiento rígido. La decisión del servidor público no tiene ataduras.
¿Por qué el modelo de renuncia de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se asemeja más al del presidente de la República que aquél que rige, por ejemplo, para sus colegas judiciales electorales? En los debates constituyentes de 1917 se puede observar la intención de regular las renuncias como una garantía institucional de ciertas funciones. Una técnica de protección para liberar de presión a sus titulares. Los constituyentes tenían, efectivamente, en la mente el caso del presidente Madero. La renuncia podía convertirse en una forma subrepticia para dar visos de legalidad a lo que en realidad se impone por la fuerza. Por tanto, no cualquier causa es admisible para abandonar el cargo. Ni siquiera evitar un mal mayor. La Decena Trágica dejó una lección: la institucionalidad política debe defenderse a sí misma.
Esta racionalidad ha persistido en las diferentes reformas al estatuto constitucional de los ministros. Efectivamente, el Poder Revisor ha dejado intocado el estándar de especial entidad de procedencia de las renuncias (“causa grave”), pero al mismo tiempo ha agravado el procedimiento para autorizarlas: incorporó la participación del presidente, excluyó la intervención de la Comisión Permanente, obligó a que sea siempre el Senado el que tenga la última palabra.
El ministro Zaldívar ya no quiere estar en el cargo. La causa grave es que tiene otros proyectos. No importa que con su decisión se debiliten las sabidurías largamente forjadas que nos amparan de sobresaltos. Ese relajamiento gradual, por la vía de los hechos y de precedentes maltrechos, de las formas, exigencias y procedimientos que permitan que la Constitución no sea pisoteada. Porque, en efecto, ya todo apunta a que ley no es “la Ley”.