Cronopio

La mentada seguridad

En la seguridad pública el camino es innovar desde lo local, con flexibilidad y sin temor al error. No todo empieza y termina en la Presidencia.

Ahora que las campañas se centran en la seguridad, es imposible no recordar la terca advertencia de Alejandro Hope sobre los sesgos de aproximación al problema desde visiones totalizantes. Desde esas construcciones que pretende abarcar toda la realidad y que, en el camino, excluyen todo aquello que no se ajusta a sus premisas, dogmas o prejuicios.

En coautoría con Jaime López Aranda, Hope dejó razonadas sus dudas sobre la utilidad analítica y la pertinencia práctica de reducir el problema de la inseguridad a una disputa política sobre la “mentada estrategia”. Hope y López formulaban ya en 2015, ante el repunte de la violencia, un inteligente alegato contra la simplificación y los lugares comunes en los que suelen terminar las “grandes soluciones”. No hay un problema de delincuencia, sino varios: el fenómeno es complejo y debe abordarse según sus propiedades y circunstancias relevantes. Si bien es crucial alinear objetivos y acciones con herramientas de planeación, no se puede prescindir de la experimentación: el error es una fuente relevante de conocimiento y, también, de ajuste dinámico a la actuación del Estado. Para ordenar la responsabilidad de las autoridades en el contexto de un orden federal, se debe calibrar la estructura de incentivos que cada uno enfrenta: la descentralización es mandato, pero también la sabiduría de la cooperación, la adaptación, la innovación, la rendición de cuentas. Es una pérdida de tiempo y de energía buscar la solución única y definitiva. Hablar de ella podrá servir de consuelo, pero sirve muy poco para cambiar la realidad.

¿Quién puede objetar que se requieren intervenciones sociales para atender los factores criminógenos que favorecen la comisión de delitos, sobre todo en esas partes olvidadas de desigualdad y vulnerabilidad? ¿Hay alguna duda de que el país requiere más y mejores policías que protejan a las personas? ¿Cabe algún contraargumento a la intuición y evidencia de que ahí donde no hay investigación criminal se reproduce la impunidad? ¿Desde qué atril que no sea de ignorancia o de demagogia, se puede negar que el tipo y magnitud de la amenaza que impone el crimen organizado exige escalar las capacidades estatales de respuesta, incluyendo el uso de la fuerza armada permanente o de los instrumentos legítimos de excepción?

Para no quedarnos atrapados en las cómodas coartadas entre la “guerra de Calderón” y los “abrazos, no balazos”, se debe plantear la discusión en términos del rediseño de las responsabilidades institucionales del Estado mexicano. Y esa discusión implica repensar el federalismo de la seguridad, reordenar los instrumentos de gestión, reasignar recursos presupuestales y humanos, y replantear la relación cívico-militar en clave de modernidad democrática. No hay nada mágico en esta agenda, pero sí, quizá, un punto de partida para establecer un marco a la acción colectiva.

Las responsabilidades en materia de seguridad se han centralizado por una mala comprensión de lo que toca a cada orden de gobierno. Cada vez que la Federación crece en deberes y recursos, se difumina la autoridad local. El federalismo de la seguridad se ha vuelto parasitario: el orden local vive a expensas de que llegue o no la Federación. El Estado como manifestación de poder pierde, por tanto, presencia en la pacificación de los conflictos. Se requiere descentralizar para que la autoridad signifique algo en la cotidianeidad de las personas.

El menú de instrumentos de gestión es un verdadero galimatías. Nada más en la Constitución se establecen, al menos, 11 herramientas para articular la función de la seguridad en las vertientes de planeación, operación, fondeo y evaluación. En la práctica no hay una ordenación lógica de este instrumental: es difícil derivar qué corresponde a los planes o qué debe contener la estrategia nacional, por ejemplo, ni cómo dialogan entre ellos. Tampoco hay elementos para descifrar cómo hacer exigible esa vertebración funcional: los sistemas nacionales tienen débiles “palos y zanahorias”. Dependen de la voluntad política y, en su mejor escenario, del castigo electoral.

Y, por supuesto, se debe atender el elefante militar que está en la sala, pero fuera de la caja binaria de las situaciones tradicionales de paz o guerra. Para no combatir los delitos cotidianos con las balas militares, se necesitan policías locales eficientes. Y para que no escalen ciertos fenómenos como la delincuencia organizada, se debe edificar una corporación fuerte y disciplinada de control territorial y fronterizo, además de un régimen legal especial que norme intervenciones de estabilización. Pero la reserva armada debe estar siempre disponible para recuperar el monopolio de la fuerza cuando los criminales la disputen con las armas, si queremos que persista el Estado.

En la seguridad pública “muy poco es obvio y muy poco es universal”, sentencian Hope y López. Algunas cosas funcionan, otras no. Pero el camino es innovar desde lo local, con flexibilidad y sin temor al error. No todo empieza y termina en la Presidencia.

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