En julio de 1986, el corresponsal del diario El País que seguía las evidencias de fraude de la elección de Chihuahua y la génesis del movimiento civil de defensa del voto que anticiparía la transición democrática, citaba el testimonio de un tertuliano en una crónica para sus lectores en ultramar: “Mira, mano, vosotros los europeos no os dais cuenta de que esto está bien cabrón. Aquí estamos a la puerta del imperio. Ya nos quitaron la mitad del territorio, y si gana el PAN sería de nuevo el comienzo de la pérdida de Chihuahua. El PAN es un producto de la estrategia de los gringos contra México”.
“Fascistas”. “Vendepatrias”. “Tranca de la reacción”. “Acólitos de los curas”. “Aliados de la CIA”. “Anexionistas del imperio”. Estos eran algunos de los ‘argumentos’ usados para disuadir la tentación de votar por la oposición y, luego, para justificar lo que pasaría a la historia como una de nuestras más simbólicas ignominias nacionales: el “fraude patriótico”. La tranza electoral por el ‘bien mayor’. El recurso a la razón de Estado para conjurar los ‘peligros’ de que la oposición arribara a los gobiernos y, de paso, para asegurar la perpetuidad del régimen autoritario.
“Más vale malo conocido”: con esta frase hacía campaña el oficialismo en un estado del sureste mexicano a mediados de los noventa. El mensaje era un dardo a la aversión humana al riesgo: preferible claudicar ante la ausencia de libertades que las sacudidas imprevisibles de las alternancias. Para no tentar a la sacrosanta estabilidad, mejor otros seis años de ineficiencia, corporativismo y corrupción. La incertidumbre democrática, el pluralismo de valores, la competencia institucionalizada pueden provocar que deje de existir lo que funciona mal pero que ahí está. Es un mal mayor cambiar un orden descosido por uno desconocido. La democracia posible es un volado que sólo admite la probabilidad de que la moneda siempre caiga en cruz.
“Me aterraría que esta ciudad la gobernara el PAN”, dice casi 30 años después Marta Lamas en apoyo a la candidata de Morena. Para la académica de la UNAM, es “absurdo” y “ridículo” que alguien distinto a la ‘izquierda’ sea votado mayoritariamente por los ciudadanos. Ese desenlace es política y moralmente inadmisible. Resulta inevitable que resuenen en esas palabras la reedición de aquella forma de cancelación de la opción del PAN, ya no sobre el viejo parapeto de la reacción eclesiástica o de la conjura imperialista, sino en la apropiación de las causas ‘correctas’ y desde el monopolio de la legitimidad para pronunciarlas. Para Lamas es inconcebible que existan feministas fuera de su cofradía y feministas que tengan otras sensibilidades o procuren valores distintos a los suyos. El feminismo como un comité de salud pública: yo decido quién es y quién no es; quién puede hablar de las mujeres y quiénes deben quedarse callados; quién representa a las mujeres y quiénes amenazan sus derechos. Una convicción profundamente antiliberal de los feminismos.
El alegato de Marta Lamas es, en realidad, una tutela paternalista. La reinvención del fantasma de la reacción donde no existe una sola posición que lo sugiera. ¿Son preferibles los males conocidos después de tres décadas de hegemonía? ¿Los males de gobiernos que no hacen nada para detener la violencia contra las mujeres? ¿Las vallas circundando Palacio Nacional para no perturbar al inquilino? ¿Las estancias infantiles cerradas, las escuelas sin cuidados o el sistema de salud en franco colapso? ¿Más vale conservar el statu quo que hacer de la democracia una exigencia de futuro? Ustedes, ciudadanos falibles y propensos al engaño, nos dice Lamas, no deben escuchar a nadie que no tenga certificado de pureza ideológica. Simplemente no pueden votar por aquellos que defiendan un punto de vista moral distinto al de mi partido. Es Clara, porque es de izquierda.
La democracia, la auténticamente pluralista y no su falsificación identitaria, no pone en peligro los derechos, ni las convicciones y preferencias de nadie. Por el contrario, es el único espacio público en el que pueden coexistir pacíficamente. El dilema de la ciudad no es el retorno a un pasado de oscurantismo o antiderechos. Esa propaganda es un distractor de lo esencial en forma de argumento de autoridad. La decisión que está en la boleta es si sustituimos electoralmente un modelo fallido de gobierno. La posibilidad de reemplazar a una generación que hace caravana con sombrero progresista, pero que amputa la autonomía y la libertad individual en la desigualdad, la servidumbre clientelar y la mediocridad. Esa generación de los que hablan mucho de derechos en papel y muy poco de cómo mejorar la calidad de vida de las personas.