Histórica y normativamente se entiende que la Constitución es producto de una “voluntad especial” que expresa los valores y consensos fundamentales de una comunidad política.
Esa voluntad, única e irrepetible, significa la autodeterminación soberana de una nación que, incluso, ancla y une a diversas generaciones bajo unos mismos principios de justicia y un orden institucional que organiza y disciplina el poder.
Efectivamente, ante el dato inmanente de la dignidad humana de la que se desprenden los derechos y las libertades y de una pluralidad de posibilidades razonables de gobierno, la democracia constitucional como forma política del Estado es “demo-grafía”: la capacidad de escribir un texto que compromete en el presente y el futuro a todo un pueblo, más allá de las conformaciones contingentes de la relación mayoría-minorías.
Esa voluntad es jurídicamente especial porque está custodiada por dos garantías: por un lado, por la condición de supremacía normativa de la Constitución y, por otra, por la rigidez de su contenido frente a la decisión del legislador ordinario.
La supremacía implica que toda norma o acto que contravenga a la Constitución puede ser expulsada del sistema o inaplicada en el caso concreto. Una Constitución es rígida si su modificación exige un procedimiento más complejo que el previsto para la formación de la ley que es voluntad de una mayoría política determinada.
Por mucho tiempo, durante el régimen de partido hegemónico, la Constitución no fue norma efectivamente suprema ni rígida. El texto de Querétaro tuvo hasta 1994 un tribunal con capacidad de anular una ley inconstitucional. Las supermayorías monocolores hicieron disponible a la Constitución, a través de la maleabilidad política del procedimiento de reforma. La transformación de la SCJN en tribunal constitucional y la institucionalización del pluralismo político le dieron fuerza normativa a la Constitución y, al mismo tiempo, fijaron la exigencia de que cualquier sustitución evolutiva de los consensos fundamentales fueran, precisamente, resultado de otro consenso con la misma legitimidad democrática que la voluntad constituyente.
Las reformas electorales de 1993 y 1996 tuvieron la intención de convertir al sistema de partidos en una variable importante en la rigidez de la Constitución. Las respectivas exposiciones de motivos no dejan lugar a dudas de la intención del poder reformador, en su condición de albacea de los consensos constituyentes: los límites a la sobrerrepresentación respondieron a la finalidad de imposibilitar que un partido o fuerza política reforme por sí mismo la Constitución, es decir, que una mayoría ordinaria pueda elevar a rango constitucional una decisión que excluya a otra parte de la sociedad, o bien, para “desconstitucionalizar” el pacto fundacional. La representatividad en los órganos que conforman el poder revisor de la Constitución se convirtió, así, en una garantía institucional de su rigidez.
La aplicación de las cláusulas de sobrerrepresentación no se agota en la cuestión de una interpretación literal o funcional de un conjunto de normas. Debe comprender, necesariamente, la razón de la existencia de estas reglas. Y esas razones están precisamente en la garantía de la supremacía y la rigidez del texto fundamental. El INE y el Tribunal Electoral actúan, en la configuración administrativa y jurisdiccional de los poderes representativos, no como árbitros de una disputa sobre aritméticas políticas, sino como garantes de que ninguna norma o acto desplace la elección originaria de la vida política de la nación. En la decisión del grado de consenso que se requiere para disponer de la Constitución está la llave de su efectividad como norma o el cerrojo de su involución a una llamada a misa.