Los mexicanos habíamos dado testimonio de que la democracia electoral no se agota en el acto de depositar periódicamente una boleta en una urna. Esa conciencia es una de las notas civilizatorias más trascendentes de nuestra modernidad. El consenso gradual de que la calidad de una elección y la legitimidad del resultado dependen de que se garanticen institucionalmente un conjunto de condiciones mínimas de libertad, certeza, confianza y equidad. Nuestra larga tradición política se aquilató en la pedagogía social de que no hay democracia auténtica cuando votan los muertos o se imponen las estructuras clientelares. Ahí donde el Estado o los poderes fácticos deciden con el plomo o la plata quién participa y quién gana. En los votos que se falsifican, se compran o no se cuentan. En los rituales sexenales de los dados marcados.
Parecería que después de casi medio siglo de fraudes, luchas testimoniales, reformas graduales y terapéuticas, alternancias variopintas, vacíos normativos que se aprovechan como ventajas, sobrerregulaciones que abren hoyos negros y que luego se colman con trapacerías, habíamos logrado alguna intuición compartida sobre la línea que divide lo admisible y lo inaceptable, al menos en esa dimensión estrictamente procedimental de la democracia. Que la larga transición democrática había edificado una ‘infraestructura de la razón’ que pondría a sonar todas las alarmas frente a cualquier intento de demoler décadas de construcción colectiva. Que habría alguna lealtad hacia la propia historia, a las causas antes enarboladas, a las exigencias arrebatas en el estrés de la gobernabilidad. Que si alguna actitud política acercó a los extremos fue esa predisposición a redactar las reglas del juego democrático desde la incertidumbre y para la incertidumbre, no desde el poder y para el poder.
No me refiero únicamente a la decisión de convertir los cargos de decisión judicial en puestos de elección popular, con todas sus implicaciones en términos de colonización política, captura facciosa, desprofesionalización o corrupción. A estas alturas ya se ha derramado mucha tinta sobre los riesgos de que la próxima generación de jueces mexicanos dejen de servir a la ley y a la verdad, y se entreguen a los brazos de los amos del dinero o de la violencia, de la movilización electoral o, peor aún, de la consigna militante. Más allá de ese experimento sin referente histórico o comparado que lo valide, resulta estrujante la irresponsabilidad en el diseño de los trazos de su implementación. Una convocatoria electoral inédita en el vacío de la improvisación.
El régimen transitorio, el derecho electoral provisional de la primera elección judicial, merece un doble reproche: es un galimatías operativo y una arbitrariedad jurídica. Puedo sostener, después de haber negociado varias reformas electorales con esa coalición amorfa de izquierdas, que López Obrador, Pablo Gómez o Alejandro Encinas jamás habrían aceptado para sí las reglas de competencia que le impusieron a todo aquel a que hoy aspira legítimamente a servir a su país desde la judicatura. ¿O qué candidato del PRD se habría presentado a una elección sin ley, sin etapas o medios de impugnación ciertos? ¿A competir con el riesgo de que en cualquier momento el legislador o el árbitro electoral cambie la reglas? ¿A participar en un proceso electoral cuya convocatoria se habría redactado en la Secretaría de Gobernación? ¿López Obrador sería presidente sin financiamiento público o privado, sin acceso a tiempos de radio y televisión en condiciones equitativas, topes de gasto predeterminados y fiscalización mínima? ¿Habría sometido su candidatura a la venía de Fox, al voto de la mayoría priista o al veto del ministro Mariano Azuela? ¿El representante partidario Pablo Gómez se habría levantado alegremente de la mesa del Consejo General del entonces IFE ciudadano porque no hay necesidad alguna de vigilar el padrón, el diseño de la boleta y de los materiales electorales, la insaculación y la capacitación de los funcionarios de casilla, la jornada electoral, el PREP y los resultados electorales, como ordena el Transitorio Segundo de ese mazacote al que le denominan ‘reforma judicial’?
Dice Michael Ignatieff que a veces la autoconciencia nos llega demasiado tarde. O probablemente nos abandona sin avisar. La izquierda de los movimientos sociales, intelectuales y estudiantiles, la que renunció a la apuesta binaria de la revolución y abrazó la posibilidad pluralista, se traiciona a sí misma en cada regla que legisló para nuestros jueces. Los que se llenan de la verborrea de la justicia social, han borrado de un plumazo la honra bíblica del justo: “Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti”.