La denominada reforma a la Guardia Nacional es mucho más profunda que su cambio de adscripción a la Secretaría de la Defensa Nacional. Es una peligrosa frivolización confinar sus implicaciones a la mera formalización del origen, la formación, el modo de actuación y el mando militar de esta reciente corporación. Tampoco se reduce a una suerte de ajuste temporal del proceso de construcción de instituciones civiles para la seguridad pública desde la reserva armada, como ha sucedido en otros países, sobre todo en los que transitaron de una dictadura militar. Se trata, en realidad, de la mayor alteración a las relaciones cívico-militares desde la Constitución de 1917 y, en particular, desde la institucionalización de las milicias posrevolucionarias entre 1925 y 1926.
La participación de las Fuerzas Armadas es el elefante en la sala de dos fenómenos que se implican recíprocamente: por un lado, la debilidad crónica del Estado mexicano para salvaguardar el orden público y, por otro, la progresiva expansión y diversificación del crimen organizado. En un primer momento, el tipo de amenaza del narcotráfico justificó el uso del principal instrumento de la seguridad nacional. Después, el incremento de la violencia exigió fuerza de contención a una escala mucho mayor que la respuesta disponible en las policías. En muchas partes del país se convirtieron en primeros respondientes de toda forma de criminalidad. La ‘solución a la mano’ terminó por desplazar todo propósito de reordenar las capacidades del Estado en materia de seguridad pública. La intervención de las Fuerzas Armadas se normalizó en la combinación de situaciones de facto, frágiles precedentes judiciales y pegotes legales. Sin embargo, el debate absurdamente binario entre militarización o normalidad civil no había desbordado las líneas rojas de la separación histórica y constitucional entre el poder civil y militar: las opciones habían gravitado entre ampliar el régimen de seguridad nacional, activar la situación de excepción de la suspensión temporal de derechos, regular la función ejecutiva de seguridad interior, desdoblar la cláusula de protección federal o la creación de una fuerza intermedia de control territorial. Efectivamente, el artículo 129 constitucional había mostrado la resistencia y la eficacia de una decisión política fundamental: determinar la ‘esfera de lo no decidible’. Hasta ahora.
Esta reforma debe leerse de atrás para adelante, del 129 al 21 de la Constitución. A partir de su entrada en vigor, no existirá una diferencia entre los “tiempos de paz” y las situaciones de conflicto bélico. La fuerza armada permanente –las cuatro instituciones militares agrupadas en las secretarías de la Defensa y de Marina– adquiere funciones permanentes en las tres dimensiones de la seguridad: defensa exterior, seguridad interior y seguridad pública. La Guardia Nacional se define sin recato como una rama del Ejército, revestida de fuero militar por cierto, destinada a la investigación de los delitos. El Presidente no sólo tendrá la facultad para desplegar toda la fuerza armada para preservar la seguridad nacional (89, f. I), sino que se crea una nueva modalidad de intervención –las tareas de apoyo a la seguridad pública (89, f. VII)– que no tiene una delimitación particular en la Constitución. Si bien existe una reserva de ley para determinar las condiciones y límites de esos supuestos de participación de la fuerza armada permanente, la reforma es omisa en establecer principios, directrices y estándares que modulen la configuración legislativa de esas funciones y la discrecionalidad ejecutiva de su ejercicio. Se trata de facultades abiertas que, en el mejor de los casos, tendrán que ser racionalizadas por interpretación judicial, si es que existe Poder Judicial independiente para entonces.
Más grave aún es la confesión de intenciones contenida en el decreto reformatorio: nunca más un experimento civil como la Policía Federal, nunca más la ingenua aspiración a no depender de las Fuerzas Armadas permanentes para garantizar nuestra paz pública. La Secretaría de Seguridad queda reducida a una autoridad programática: formular la Estrategia Nacional de Seguridad Pública y los programas, políticas y acciones, lo que eso signifique. El sexto transitorio imposibilita jurídicamente la existencia de una corporación civil: los excompañeros de Omar García Harfuch podrán acompañarlo temporalmente en sus nuevas tareas, pero cada vacante por muerte, retiro o baja del servicio se convertirá automáticamente en una plaza adicional para la Guardia Nacional; es decir, para la Sedena. El esfuerzo civil ha perdido la guerra antes de la primera batalla presupuestal. Absurdos petrificados en la Constitución que dibujan el futuro.
Esta no es una reforma a la Guardia Nacional. Es una reforma militar en toda forma y con todas sus consecuencias. La que probablemente nunca soñaron los presidentes militares ni los presidentes autoritarios del pasado. El legado envenenado del Presidente pacifista que se abrazó a los delincuentes y que encomendó la viabilidad del poder civil a la autocontención militar.