La reforma judicial no fue declarada constitucional. Mucho menos se puede asumir zanjada la discusión sobre la posibilidad de control de constitucionalidad y convencionalidad de las reformas constitucionales. Todo lo contrario: una mayoría de siete de once ministros sostuvo, con énfasis y razones diversas, que la actuación del órgano reformador de la Constitución se encuentra sujeta tanto a límites formales (exigencias de procedimiento) como a límites materiales (contenidos explícitos o implícitos que no pueden ser tocados, sustituidos o reemplazados a través de la función de reforma). En la evolución de la doctrina sobre la cuestión, éste es el precedente más cercano.
¿Qué sucedió entonces? La Constitución exige, desde la reforma de 1994, que se reúnan al menos ocho votos para expulsar una norma general del ordenamiento. Esta regla –muy reveladora de nuestro constitucionalismo de la desconfianza–, se estableció con el propósito de contener la tentación al activismo de la Corte frente al legislador democrático, pero tiende inevitablemente a producir un efecto peculiar en la lógica sistémica del orden jurídico: una norma general tachada de inconstitucionalidad por la mayoría de la Corte conserva su validez. Justo este es el desenlace de la reforma judicial: faltó un voto, el del ministro Pérez Dayán, para que la reforma impugnada pasara a mejor vida en el mundo del derecho; sobrevive, gracias al veto de una posición que quedó en minoría aritmética y argumental; puede ser invalidada a través del juicio de amparo, al menos en teoría, en relación con la esfera concreta de las personas que resienten alguna afectación en sus derechos.
Más allá de la fatalidad de las matemáticas, sobre este desenlace pesa un error, una claudicación y una falsa excusa.
El error consistió en enredar la votación sobre la procedencia de los juicios constitucionales con la votación que se requiere para declarar la invalidez de las normas impugnadas. Efectivamente, el análisis sobre si se actualizaba una causal de improcedencia de las acciones de inconstitucionalidad que promovieron los partidos no requería ocho votos, sino únicamente seis. ¿Por qué? Porque esa determinación en sí misma no implicaba la invalidez parcial o total de ninguna parte de la reforma, sino que únicamente superaba las objeciones procesales planteadas para que el Pleno entrara a la discusión de fondo. El texto literal de la Constitución es incontrovertible: se necesitan ocho votos para expulsar del sistema; todo lo demás se resuelve por mayoría. Este error condujo a otro: la pretensión de recurrir a la regla de decisión que la reforma judicial exige para un Pleno de nueve ministros. Un desliz político que, de prosperar, habría legitimado la crisis constitucional del desacato.
El error condujo a la claudicación. En lugar de hacer un esfuerzo por reordenar el procedimiento y entrar a la discusión particular de validez-invalidez de la constelación de preguntas planteadas en el proyecto, ahí sí bajo la regla de ocho votos, pareciere que se consideró ocioso fijar posiciones y criterios ante lo inevitable: no contarían con el voto de Pérez Dayán y, por tanto, todo estaba perdido. Ya no se encontró sentido en dejar como legado razones para futuros abordajes a los problemas e implicaciones de esta reforma, sobre todo a la independencia judicial. Consummatum est.
No encuentro más que una falsa excusa en el argumento de la congruencia del voto de Pérez Dayán. Por supuesto que los jueces, especialmente los jueces constitucionales, deben dialogar con sus precedentes. Para reducir la discreción judicial y para que sus decisiones resulten aceptables, se encuentran especialmente vinculados por la necesidad de “mantener lo que haya sido decidido” y, en contrapartida, justificar con buenas razones cualquier opción pragmática por el cambio. En eso reside, en buena medida, la garantía de estabilidad y previsibilidad del derecho. Pero frente a ciertos casos difíciles y cuando el colegiado emprende una revisión explícita de su propia doctrina, no es suficiente con atarse al caso similar antes resuelto. Para emprender una nueva reflexión sobre si el órgano revisor puede contradecir la voluntad del Poder Constituyente, basta con recordar que los diputados de Querétaro expresamente discutieron el voto popular de ministros, magistrados y jueces y que resolvieron por “alejar al Poder Judicial de la política” (Machorro, 20/01/1917).
La reforma judicial no tiene vuelta atrás. Podrá haber condenas internacionales o amparos. Las reglas del juego están puestas. Abstenerse es un nuevo error. Apostar a la corrección del poder, una claudicación. Quedarse a esperar el colapso, una falsa excusa.