Cronopio

La resistencia es política

El régimen es exhibido en cada desacato. Revela el plan autocrático de concentrar el poder político desplegando su aparente fuerza numérica y capacidad de daño.

La resistencia jurídica contra la reforma judicial terminó en la sesión de la Suprema Corte en la que faltó un voto por su invalidez parcial o total. Ese día se impuso la necesidad pragmática de iniciar la otra forma de resistencia democrática: la política y, dadas las nuevas reglas del juego, la lucha electoral inmediata para impedir –en las urnas y con opciones capaces y limpias– que el régimen se apropie de los poderes judiciales de nuestro país y, desde ahí, de nuestras libertades y derechos.

Es comprensible el repliegue de los directamente afectados en la trinchera de los juicios de amparo y a través de suspensiones. Puede tener cierto sentido táctico el objetivo de minar el terreno en disputa con resoluciones que evidencian la arbitrariedad y el capricho que motivaron la reforma. El régimen es exhibido en cada desacato. Revela el plan autocrático de concentrar el poder político desplegando su aparente fuerza numérica y capacidad de daño. Sin duda, el propósito de acreditar que se han agotado los recursos legales internos –y, en el caso particular, la denegación injustificada de acceso a un remedio efectivo que implica cada incumplimiento a las órdenes judiciales dictadas– allana la vía del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Pero los amparos y la ruta internacional son, también, incursiones que descubren flancos en el horizonte y que, desafortunadamente, tienen muy pocas probabilidades de éxito para recuperar las plazas rendidas por la oposición y la cúpula judicial. Ahí está el ejemplo de la prisión preventiva oficiosa para documentar el pesimismo. Y es que no parece cerca el momento en el que este régimen regrese al pudor de los compromisos internacionales y de sus consecuencias jurídicas. Tampoco que honre aquello de que la ley es la ley.

El flanco más evidente es el efecto de retirada en la elección de 2025. Es indiscutible que los jueces mexicanos no merecen ser tratados como pelotitas de tómbola. Que resulta indigno someterlos a una elección amañada y, sobre todo, muy peligroso que sean arrimados a los brazos de los intereses que movilizan o pagan conciencias. Pero parte del plan de ataque del régimen es desmoralizar con la impotencia. Con esa sensación de que todo está perdido y que es mejor quedarse acuartelado hasta que lleguen los refuerzos desde Washington y Costa Rica o que el adversario rompa filas por indisciplina, deslealtad o cansancio. No se legitima al régimen ni a la reforma plantándoles cara. Por el contrario, se normaliza la engañifa plebiscitaria cuando el régimen puede decretar sus propias victorias. No hay honor en la puerta abierta de la muralla.

Si algún espacio estratégico tiene la desdichada reforma judicial es, justamente, la capacidad del propio Poder Judicial de registrar candidatos. Efectivamente, cinco integrantes del comité de selección y ocho ministros tienen la llave de un canal de participación para perfiles que no estén dispuestos a arrodillarse ante los pactos de facción: el escrutinio de idoneidad que impuso ese comité es más escrito que el de los otros poderes; los incentivos de los que ahí finalmente deciden –de los ministros que ya no tienen nada que perder, en concreto–, pueden aislar ciertos vicios de la discreción partidaria; el espíritu de cuerpo puede crear el deber de cuidado sobre el profesionalismo y la independencia judicial en los pocos o muchos que crucen el Rubicón.

Paralizar el proceso con una suspensión que será desacatada por los otros poderes cierra, en los hechos, la posibilidad de participación en la elección de funcionarios judiciales y otros perfiles que estaban dispuestos a, por lo menos, intentarlo desde la pequeña esquina apartidista del modelo. No hay conquista de palmos de terreno: es en realidad el acta de entrega de un tercio de la boleta electoral en papel con membrete judicial.

El estrecho de las Termópilas está en resistir con 300 espartanos en los juzgados, en los colegiados, en los plenos regionales, en la Corte. Con jueces constitucionales con la legitimidad que el régimen arrebata en nombre del pueblo y con la libertad de haberse ganado su lugar contra todo pronóstico.

Pero no hay atajos frente a esta coyuntura. La batalla jurídica quedó atrás. Los amparos desoídos o la condena internacional –si es que para entonces hay derecho internacional de los derechos humanos que valga– no corregirán la inminente captura de la función jurisdiccional. La que toca librar es política: en la organización, el debate, la competencia, la denuncia. Y a esa gesta está emplazado el Poder Judicial. También es su deber.

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