Cronopio

El PAN en el laberinto de sus coaliciones

No hay nada bueno por repetir de la experiencia de 2018. La supuesta razón superior de la coalición sólo sirvió como coartada para evadir los procesos democráticos internos.

Las alianzas electorales no son fines en sí mismos. Ésa es, quizá, la lección más relevante que el PAN debe retener de la elección de 2018. Amontonar emblemas de partidos en la boleta no garantiza la suma lineal de preferencias o votos. La lealtad partidaria nunca se traslada causalmente de las partes al todo. Repartir candidaturas como estrategia de acción colectiva es siempre una costura frágil: los incentivos empiezan y terminan en las candidaturas mismas. Las coaliciones de conveniencia –o, peor aún, de sobrevivencia– pueden, incluso, resultar contraproducentes. Los partidos se dividen internamente, las alternativas se vuelven indistinguibles, la plataforma narrativa común se diluye en meras fórmulas de compromiso, vacías de contenido. Sin una razón trascendente, los consorcios de conveniencia terminan concediendo razón a la crítica populista que caricaturiza a la democracia pluralista como cofradía de élites.

No hay nada bueno por repetir de la experiencia de 2018. La supuesta razón superior de la coalición sólo sirvió como coartada para evadir los procesos democráticos internos. Las decisiones que afectaban al PAN y que definieron en buena medida su futuro inmediato, se trasladaron a espacios tripulados por personas ajenas a la organización, sin vínculos de pertenencia ni responsabilidades de cara al partido. El Frente por México nació muerto, precisamente porque no fue nunca la gran apuesta por la efectiva ciudadanización del PAN o por el acercamiento programático entre las tradiciones humanista y la socialdemócrata, sino la costosa cesión de candidaturas que empequeñecieron su presencia y representación política, a niveles no vistos desde los buenos tiempos del régimen de partido hegemónico. El PAN, en efecto, se perdió entre la furibunda conversión antipriista de los otrora aplaudidores del Pacto por México y una mala, tardía, y anticlimática reedición del Peligro para México.

Sin duda, la erosión institucional del país, la riesgosa debilidad de los contrapesos, la cada vez más preocupante deriva autoritaria del régimen exige, por sentido de urgencia y de necesidad, articular el mayor esfuerzo político y social para reestablecer en el corto plazo los equilibrios, la sensatez y la cooperación entre los diferentes. Sin embargo, el fin superior de ese empeño no debe reducirse a ganar al presidente la Cámara de Diputados o a Morena los espacios locales en disputa. Repartir distritos electorales y transigir apoyos electorales mutuos no reanimará la legitimidad social de nuestra democracia. Y es que la presidencia de López Obrador es la consecuencia, antes que la causa, de la frustración acumulada por la oferta incumplida del proyecto consensual, gradualista y plural de la transición mexicana. Ese modelo que otorgó poder efectivo al voto, pero no necesariamente poder real a los ciudadanos para decidir las orientaciones y prioridades del Estado. La exitosa promesa de que la democracia tomaría todos los intereses en cuenta, y no nada más lo que se imponen por la influencia del poder o del dinero. El persuasivo relato de una sociedad que lograría igualar a las personas en oportunidades, a través de igualar a los ciudadanos en sus libertades.

El país necesita discutir, contrastar, conciliar, reescribir su proyecto de futuro. Antes que maquinarias o burocracias electorales, los partidos deben verse a sí mismos como espacios de intermediación y participación para tejer los valores, los fines, las racionalidades del destino compartido. Sí, son instituciones creadas para acceder al poder, pero también para decantar en la pluralidad sus rumbos. El aprecio social, la legitimidad, el fervor democrático que alguna vez definió la transición democrática, no regresará de la mano del enojo en contra de Morena o del desengaño en el Presidente. Los péndulos de la política no necesariamente retornan a balances virtuosos. La gente no se volcará a los brazos de los partidos tradicionales a menos que hagan un esfuerzo notable por repensarse a sí mismos. La vitalidad democrática sólo resurgirá si sus instituciones cobran sentido en la vida cotidiana de las personas, si la democracia vuelve a ser el proyecto común y compartido por todos, si vuelve a emocionar a los ciudadanos.

Haría mal el PAN si en esta hora crucial de México, repite el error de 2018. Las coaliciones de cuotas o las candidaturas de reciclaje sólo ahondarán el descrédito del sistema de partidos y, muy probablemente, lastimarán las probabilidades del principal partido de oposición del país. La ruta del PAN no deben ser los frentes cupulares, sino las alianzas sociales de raíces profundas ahí donde están los problemas, el liderazgo y la acción política. Pero antes que cualquier cosa: decidir y decir en qué consiste la alternativa a la fallida cuarta transformación.

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